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¿Tiene caldereta sin langosta?

Una puerta a la esperanza

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Hace unos días un juez de Sevilla se encontró una sorpresa en su despacho. Se trataba de una carta que había escrito un penado al que había condenado hacía varios años a pena de prisión. La misiva decía: «Estimado Señor D. David Candillejo, le escribo estas líneas para agradecerle que aquel 12 de marzo de 2014 decidiera usted enviarme a prisión. Quizá usted podrá pensar, ¿este hombre está loco? ¿Agradecer entrar en prisión? Pues sí, he de decirle que gracias a esa decisión que usted tomó hace 5 años y 5 meses, mi vida comenzó a cambiar. Hoy, después de un período de más de 2.000 días recluido, la visión de la vida, la visión del mundo y la visión de mi vida, es absolutamente distinta al horizonte que tenía en aquellos momentos. Después de sacar adelante unos estudios de enseñanza secundaria, realizando actualmente los estudios de bachillerato, y acceso a la universidad, con una proyección hacia las ciencias sociales y creyendo en la justicia, la que a mí me cambió la vida y me sacó de un infierno particular. Hecho descubierto a razón del cumplimiento de la condena. Por todo ello, señoría, solo debo de darle las GRACIAS, porque usted ha creado una vida nueva, aceptando la justicia y los valores pro-sociales, respetando la legalidad y entendiendo que el esfuerzo de una persona es el fruto y la mejor recompensa que uno puede cosechar».

Hace más de un siglo que el jurista Von Liszt, en su conocido Programa de Marburgo, manifestó que una de las finalidades de la pena de prisión era la corrección de los delincuentes. Para lograr este objetivo, debían desarrollarse programas de rehabilitación que ayudaran al condenado a comprender el significado antisocial de su conducta y a responsabilizarse de sus consecuencias. Gracias a este planteamiento, el condenado podía, una vez cumplida la pena, integrarse de nuevo en la sociedad en condiciones de igualdad con el resto de los ciudadanos. Suponía, por tanto, una mejora sustancial respecto del modelo penitenciario basado en el simple castigo y protegía a la sociedad del peligro de reincidencia.

El desarrollo del Estado del bienestar potenció las políticas penitenciarias basadas en este modelo correccionalista. Sin embargo, a partir de los años setenta del siglo XX, comenzó en Estados Unidos un movimiento crítico con estos postulados. En 1974, el criminólogo Robert Martinson escribió un artículo titulado «What Works?» en el que analizaba el funcionamiento de las prisiones estadounidenses entre 1945 y 1967. Las conclusiones de su estudio fueron devastadoras. Salvo aisladas excepciones, los esfuerzos en favor de la rehabilitación no habían tenido ningún efecto apreciable sobre la reincidencia. A partir de ese momento se difundió la idea de que «nada funciona» y se recortó la inversión en los programas de rehabilitación que suponían una excesiva carga económica para las arcas públicas.

Esta crisis de la rehabilitación –impulsada por las políticas de ‘mano dura' y ‘tolerancia cero' que pretenden agravar el carácter ya de por sí aflictivo de la pena de prisión- también ha calado en la sociedad española. Existe una tendencia generalizada a considerar que la rehabilitación nunca se consigue y que la mayoría de los delincuentes reinciden. Sin embargo, los estudios efectuados hasta la fecha acreditan que los tratamientos de la delincuencia tienen un efecto parcial pero significativo en la reducción de las tasas de reincidencia y en la mejora de otras variables de riesgo delictivo. Los criminólogos Santiago Redondo y Nina Frerich efectuaron una revisión pormenorizada de los programas de rehabilitación europeos entre 1987 y 2012. Tras el estudio, concluyeron que estos tratamientos logran en promedio una reducción de la reincidencia delictiva de alrededor de 12 puntos en un rango muy variable de efectos que oscila desde una efectividad nula a disminuciones de la reincidencia de hasta 42 puntos.

Una sociedad comprometida con los derechos humanos no debe olvidar que, detrás de los muros de las prisiones, hay personas que en otro tiempo vivieron en libertad. Este reducido espacio puede organizarse, sin duda, de muchas maneras. Una de ellas es meter a una persona en una celda y tirar la llave al mar. Otra es ayudarle a comprender lo que ha hecho y sentar las bases para respetar la convivencia social. Aunque la rehabilitación muchas veces no consigue su objetivo, es una puerta a la esperanza que siempre debe estar abierta. Quizá sea el momento de recordar aquellas palabras de Fiódor Dostoyevski: «El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos».

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