Si no aminoramos nuestras prisas procurando dar con atajos que conduzcan a nuestras metas, vamos a perder por el camino un montón de cosas valiosas. El otro día me topé junto al bordillo de una acera con un microchip, anónimo, pero que con toda seguridad debía pertenecer a alguien. De cada vez es más frecuente encontramos extraños objetos a ras de suelo y no me extrañaría tuviera que ver con la tendencia a caminar cabizbajos y no por la edad, sino por el peso de la gran carga de los problemas que nos rodean.
Antes la gente se encontraba alguna que otra moneda, pero hoy en día lo que más abundan son las preocupaciones y desde que hemos descubierto que nos pueden espiar, no es extraño que me haya topado con ese microchip. Les invito a que hagan una prueba. Cuando se encuentren metidos entre una multitud, fíjense no en lo que hablan sino en un extraño y casi imperceptible sonido, como el roce de una pequeña caracola contra otra. Después de haber estudiado el tema a fondo y discutido con algunos especialistas en sonido, he llegado a la conclusión de que se trata de los tornillos que llevamos dentro de nuestro coco y que andan algo sueltos, los agudos ocasionados por no estar bien ajustados y los graves a que están pasados de rosca. Ello nos lleva al final del camino de aquel celebre dicho sobre la locura de que «no están todos los que son ni son todos los que están». Hagan locuras de vez en cuando pero no se vuelvan locos por nada ni por nadie. Los tornillos, los de cada uno no tienen precio, no los pierdan.