No sé si se habrán ustedes fijado, pero todo lo que nos rodea está madurando más rápido de lo que desearíamos, también nosotros. Porque en ese gran frutero que es el día a día de la vida, como te descuides se te madura algo que luego nadie quiere compartir. Septiembre, para quienes los meses veraniegos los dejamos para quienes nos visitan ávidos de sol y playa, es el mejor de todos. Las horas calurosas son compensadas con corrientes de aire que ya empiezan a llevar entre sus alas ese frescor tan deseado. Los colegios han empezado y ya se oyen voces y gritos en los recreos, se huele a rotulador, lápices y gomas de borrar.
Los chicos y chicas se reencuentran con sus amistades de siempre en esa normalidad que se había dejado atrás. Madrugones y obligaciones vuelven a poner en órbita a los desmanes estivales y se recuperan dentro de un orden los horarios estrictos y al mismo tiempo, los papis pueden volver a ser padres más que canguros. Las noches de Septiembre se notan sobre todo porque en las madrugadas te abrigas hasta el cuello con esa fina sabana de algodón heredada de la bisabuela. Las sabanas y los edredones son como los rincones secretos donde nuestros sueños y fantasía mejor se acoplan y al mismo tiempo consigues que algún rezagado mosquito le resulte más complicado su aterrizaje. Dentro de semana y media voy a empezar a rondar fruterías en busca de los «gínjols», me encanta comerlos y de paso mantener la tradición. Olvidar las tradiciones por muy insignificantes que puedan parecernos, lo único que consigues es que ciertos frutos no maduren o se pudran por falta de atención, más o menos como puede ocurrirnos a nosotros por poco que nos descuidemos