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Tribuna

¡Ay! Ese pequeño detalle

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Me acababa de sentar en la mesa del bar cuando mi amigo me dijo a través de un mensaje en el móvil que aún tardaría cinco minutos en llegar. De manera que no lo esperé, pedí un café con leche y me puse a mirar la televisión que estaba encendida, justo delante mío.

Yo hace ya más de diez años que no veo televisión salvo en casos así. Igual que las revistas del corazón, que sólo las miro en el dentista. Creo que una de las últimas veces que estuve ante un televisor fue en Son Espases, hará tres o cuatro años, mientras esperaba a que atendieran en urgencias a un allegado. Me parece que era un sábado o un domingo de madrugada y allí estaba sintonizada Tele5.

Pero esta vez, a media mañana de un miércoles, la programación de la primera cadena de Televisión Española tenía un aspecto más serio, como corresponde a una emisora que cumple una función social: la pantalla estaba dividida en cinco o seis ventanas, con el mensaje «en directo», que alerta al espectador. En una de las partes del collage hablaba una chica sobre la cual estaba sobreimpreso su nombre y apellidos y añadía «periodista». La joven hablaba como si estuviera analizando las razones por las que la Bolsa acabara de registrar una fuerte variación o como si adujera por qué la Unión Europea tenía tal o cual posicionamiento sobre los hutíes del Yemen. Quiero decir que el tono no era de broma. En otra ventana había un panel de personas de media edad a las que el presentador parece que consultaba ocasionalmente para que hicieran valoraciones. En otra pantalla se veía la fachada de un edificio, ante la cual pasaba la gente constantemente. Y ponía «Madrid». Y, finalmente, en otro espacio se repetía en bucle la imagen de una chica bien vestida, que entraba y salía aparentemente del mismo edificio anterior.

Yo no tenía ni idea de qué iba aquello, pero reunía todos los requisitos de la noticia transmitida en tiempo real, como si fuera algo que acaba de ocurrir o que, incluso, puede que esté en pleno desarrollo. Francamente, esto me apasiona. Es la técnica de la CNN o BBC World: uno queda atrapado, con la sensación de que está viendo en primera fila lo que está ocurriendo. Es mucho más una construcción teatral que una verdad, pero el poder que ejerce este tipo de narrativa sobre el espectador es apabullante. Yo recuerdo haber seguido así grandes eventos como los atentados de las Torres Gemelas o el siniestro del avión de Spanair en Madrid. Es un espectáculo poderosísimo.

El formato y la técnica de lo que se estaba tratando eran, pues, apasionantes. Así que, curioso, empecé a leer el scroll que iba pasando en la parte baja de la pantalla y que resumía el tema: «Fabiola se ha vuelto a enamorar». La cinta circulaba sin cesar, remarcando de alguna manera la absoluta excepcionalidad de la noticia que ameritaba tal despliegue. Un poco más abajo, estático, el mensaje explicaba que esta Fabiola había sido visitada por un chico, aparentemente en ese mismo edificio, y que pasados unos minutos se habían marchado los dos, en actitud muy amistosa. Como quien dice, ese era el indicio que la trasmisión usaba como fundamento de su trabajo. Era como la pistola humeante en un asesinato.

El presentador interrumpía el análisis de la periodista con preguntas al panel de expertos, que ávidos por contestar, se interrumpían los unos a los otros. Había algunas sonrisas entre los panelistas, supongo que por la dificultad de explicar qué es eso de estar enamorado. Porque alguno de los sesudos opinadores ponía en duda que Fabiola de verdad estuviera enamorada, quizás sugiriendo una puesta en escena, pero los demás lo ridiculizaban exhibiendo las evidencias que mostraban las imágenes, resultado de la investigación periodística.

Yo, que soy periodista, en ese momento no podía sentir más que orgullo por mi profesión, por el hábil manejo de las técnicas sutiles y poderosos para contar las cosas. No en vano esta es la televisión pública de nuestro país, a la que todos financiamos con nuestros impuestos para que sea profesional. La máquina funcionaba a la perfección: el material era presentado como tocaba.

Entonces sonó mi móvil: un nuevo mensaje de mi amigo decía que «ya estoy en la calle del bar», lo cual interpreté como que el retraso iba a ser un poco mayor aún.

Mientras, el programa había cambiado de tema: ahora hablaba de que en las pedanías de Valencia había una ola de robos con violencia a mayores de noventa años. En realidad, por las imágenes parecía que sólo había habido un robo, pero el mismo panel de expertos en Fabiola también entendía de pedanías valencianas y ya se habían puesto a opinar con la misma soltura. Cuando ya estaba empezando a alarmarme, llegó mi amigo, también periodista.

Le conté que, tras lo visto, estoy feliz de pagar mis impuestos para que la televisión pública de nuestro país esté técnicamente al nivel de las grandes cadenas mundiales. Salvo un pequeño detalle: mientras en el mundo este despliegue se dedica a Gaza, Ucrania, la violencia en Ecuador, las amenazas ultraderechistas en Alemania o a la pérdida de una puerta de emergencia en un avión totalmente nuevo, nosotros usamos esa fantástica técnica para hablar de que Fabiola está enamorada. Habla de nuestro público pero sobre todo habla de que la televisión pública ha renunciado a contarnos lo importante y opta por seguir el cotilleo barato que le da audiencia.

¡Ay! Si no fuera por ese pequeño detalle…

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