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Museo del terror

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Ante todo, quiero anticiparles que no quiero importunarles el desayuno o el tapeo. Pienso que, si han llegado hasta este rincón del periódico que son las cartas de los lectores, ya habrán transitado por las páginas anteriores como quien pasea por las galerías cotidianas de un museo del terror: guerras, mentiras, corrupciones, fraudes y más bajezas.

Seguramente, a estas alturas, ya habrán leído y visto, entre los humeantes cafés o las espumosas cervezas, que no les escribo para fastidiar más sus preciosas rutinas periodísticas. Quede claro que no pretendo que se les indigeste el cruasán, se quemen los labios o tengan procesos acidificantes en su sistema digestivo.

Digo lo anterior porque difícilmente mis cuatro palabras pueden enturbiar más los fangos políticos, económicos y sociales de este mundo que se desvive cada día por morirse a marchas forzadas. Ahora se invierte más en armas, en odio, en desprecio, en miedo, en terror. Lo tenemos delante de los ojos, lo pagamos con nuestros impuestos y no lo vemos, pero penetra en nuestro subconsciente haciéndonos cómplices callados de esos intereses espurios y depravados de no pocos que se sientan en instituciones que, de ser honorables, procurarían bienestar, salud, cultura...

En fin, en un futuro, parece ser que no muy lejano, nuestros hijos o nietos serán soldados y los camposantos ampliaran sus instalaciones y alguien hará negocio con las cruces o las lápidas. Veremos seguramente estatuas a los héroes o los desaparecidos. Se harán homenajes y recordatorios a las víctimas… si es que queda alguien en este mundo para contarlo. Les deseo el mejor de los días. La fiesta de la bestia continúa.

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