El escritor norteamericano Richard Ford escribe en el inicio de su última novela («Sé mía». Anagrama mayo 2024), a través de su alter ego, el promotor inmobiliario Frank Bascombe, que «últimamente, me ha dado por pensar en la felicidad más que antes». A continuación, repasa su vida: perdió un hijo, a sus padres y algún que otro ser querido; ha pasado por dos divorcios; ha superado un cáncer; recibió un disparo en el pecho del que se recuperó milagrosamente, y ha superado huracanes y una depresión… Su conclusión es que «la felicidad es lo que no es una lacerante infelicidad», algo metafísicamente imposible ya que por muy felices que nos sintamos, siempre surge algún elemento perturbador (¿otra champions, quizás? ) que la va a poner en cuestión, vamos, que nunca experimentaremos una felicidad completa.
Si saco a colación al autor de «El periodista deportivo» es precisamente porque el ullastre me ha llevado por ahí y porque me ayuda a introducirme en un tema de suma trascendencia, tanto en la vida personal como en la colectiva: la relevancia de saber elegir, ante cualquier tesitura, «el mal menor», es decir, la opción menos mala. Y es que no existen las alternativas salvíficas, solo remedios pasajeros a nuestras recurrentes decepciones, por eso cuando uno practica el deporte de la inmersión en la cabina electoral conviene encerrar las emociones bajo siete llaves y depositar en la urna la papeleta de quienes intuyamos van a tener menos posibilidades de hacer daño al país en general.
En el plano personal, todas estas teorías sobre que «solo el cielo es tu límite», «tu enfermedad te hará más fuerte» y demás retahíla de lugares comunes de las modernas teorías positivistas no son más que puentes de plata hacia la frustración y el desengaño, como afirma la ensayista norteamericana Bárbara Ehrenreich en su imprescindible libro «Sonríe o muere» (Edit Turner Noema 2011): «Ser positivo no es tanto un estado anímico o mental como un elemento ideológico: Así es como los estadounidenses interpretan el mundo, y así es como creen que se ha de funcionar en él…»
Pues mire usted, señor positivo, no. Todos tenemos nuestras limitaciones y conocerlas bien y obrar en consecuencia nos va a librar de múltiples desengaños. Por ejemplo, hay mucho optimista suelto que cree que la democracia es un especie de flauta mágica cuyos sones nos llevan a una Arcadia feliz de ciudadanos ejemplares conducidos por líderes escrupulosamente honestos y capaces que conforman una sociedad digamos que políticamente correcta, a base de unos valores compartidos, que van variando con los cambios sociales. Así, el actual movimiento conservador, que ha emprendido la llamada guerra cultural contra los valores socialdemócratas, nos quiere hacer creer que hay una hegemonía cultural progresista que se extiende a todo: economía, libertad, familia, sexualidad, y que por tanto hay que darle la batalla desde el sentido común (?).
Resumiendo:
- Cuidado con las teoría positivistas del tipo que cualquier desgracia que sufras te hará mejor persona, lo más probable es que haga de ti un tipo cabreado y malhumorado. Es por eso por lo que los optimistas que piensan que con ellos al mando todo iría bien siempre están frustrados y con cara de mala leche (Trump de nuevo, el ejemplo más preclaro).
-La democracia no es una fórmula mágica para resolver problemas colectivos sino un método ingenioso (el único) para tratar de solucionar pacíficamente nuestras diferencias.
-Tanto en la vida individual como en la colectiva conviene adscribirse a la teoría del malmenorismo, es decir elegir siempre el mal menor, y dejar de somniar truites.
-Y no se engañen, los valores han cambiado. Puede que hubiera una fase histórica con mayor prestigio social de los valores «progres» sobre los «fachas», pero prueben hoy día en cualquier tertulia de defender algún aspecto positivo, uno solo, de las políticas de la izquierda en el poder ( ¿algún dato económico, quizás? ), o si es usted decididamente temerario, del señor Sánchez en particular. No les arriendo la ganancia.