Si la vida es como un viaje, pienso que soy un viajero descuidado, atento solo a la impresión que me producen los lugares y las situaciones, algo totalmente subjetivo. Tal vez por eso me perdería incluso en el salón de mi casa, que tampoco es tan grande, y desde luego en el complejo mundo de lo imaginario. Qué me queda de Nueva York: el recuerdo de una galería de arte y de la avenida oscura, moteada de lucecitas, que se vislumbraba desde la ventana al anochecer, del río de gente que salía del trabajo a las cuatro de la tarde, del vendedor hispano que me hablaba de fútbol, de las aguas revueltas en la bahía gris que sale en las películas.
Qué me queda de la India: el olor de los estofados de cordero con arroz, la nube de niños que mendigaban una rupia y que también me hablaban de fútbol, nada menos que en catalán, los templos y palacios donde tenía que entrar descalzo, el mono muerto en una camilla que llevaban a enterrar en las aguas del Ganges y la idea de que ese mono podría ser el padre de quienes lo transportaban, la vaca atravesando tranquilamente la autopista llena de coches a rebosar. Qué me queda de mis tiempos de estudiante en Barcelona: el contrapeso del ascensor que recorría la pared externa de mi pequeño cuarto, los mozos que gritaban a voz en cuello «golet, ha salido golet, los resultados de la quiniela golet», la mujer que me servía fricandó en un plato de cristal en el comedor universitario, los bocadillos de tortilla de la cantina de la facultad. Qué me queda de Florencia: los dibujos de Leonardo en un lujoso comedor donde se servían gachas como las que comían los soldados romanos. De mi infancia me queda la impresión de un ser desvalido que se sentaba a imaginar en un rincón oscuro. De Roma el estruendo de los pájaros en los árboles, protegidos con mallas metálicas. De Bruselas el quiosco con belenes en la Grand Place. De Ámsterdam la pizza con rodajas de piña impostadas. De Nápoles las casas desvencijadas, necesitadas de cuidados. De París una gripe curada con analgésicos espeluznantes. De Frankfurt una cervecería donde guarecerse del frío, De Irlanda las carreteras imposibles de la parte «profunda» de la isla. De Mahón –Maó– la primera vez que vi a una mujer con un traje de baño negro. De Venecia las luces del Canal Grande vistas desde el vaporetto, que me hicieron creer que ya había estado allí en otra vida. Debió de ser antes de que la muerte me hallara listo para el último viaje, ligero de equipaje, casi desnudo, etc.