No deja de sorprenderme la naturaleza humana en ocasiones como la que nos ocupa. Todo español mínimamente informado conocía desde hace décadas que, en materia de fidelidad matrimonial, Juan Carlos de Borbón no era precisamente ningún ejemplo. Los nombres de sus distintas compañeras eran también públicos, al menos los de aquellas que mantuvieron con él una relación duradera. La última de ellas, carente de cualquier clase de vínculo afectivo con nuestro país, fue la que, como se dice vulgarmente, le buscó la ruina, y así anda desde entonces el Emérito dando tumbos a sus 86 años entre el Golfo Pérsico y Galicia, con su prestigio personal -bien ganado durante la Transición- por los suelos, y habiendo causado un enorme daño reputacional a la Corona, en un país cuyos ciudadanos dudo que sean mayoritariamente monárquicos.
Que el rey tuviera un affaire con la Rey y se dieran besitos y achuchones nos importa más bien poco a la mayoría de los ciudadanos, imagino que nadie esperaba que se vieran a escondidas para jugar al parchís, de ahí que se entienda mal todo el escándalo producido por unas imágenes de cuya existencia ya se sabía hace muchos años.
Se dice que las hayincluso más íntimas. Naturalmente, todo este circo no tiene más que dos alicientes: El morbo y el dinero. El primero lo pone la sociedad actual que, en un entorno jurídico supuestamente muy protector de la intimidad y de los derechos de la personalidad, se pasa el día refocilando entre la inmunda basura que le proporcionan las redes sociales, incluidas las de los medios de comunicación formales. La pasta, obviamente, es el móvil principal -si no el único- del presunto traficante de las imágenes en cuestión. Si se confirma la autoría de la que ahora se habla, estamos, además, ante una bajeza moral difícil de superar.
En cualquier caso, y más allá del jijí-jajá, lo lamentable no es tanto que el rey tuviera múltiples aventuras sentimentales -allá él y las consecuencias de ello sobre su matrimonio- como que estos deslices íntimos afectaran a cuestiones de estado, involucraran a nuestros servicios secretos y, a la postre, costaran dinero -para pagar silencios- al contribuyente.
Afortunadamente para los ciudadanos de este país, Felipe VI reaccionó en su día de la única forma posible y puso tierra -material y moral- de por medio con su progenitor y con esta impresentable forma de conducirse, otorgando además un amparo más que merecido a su madre, doña Sofía, víctima principal de un matrimonio que hacía aguas por todas partes, pero que, por razones de Estado, no podía disolverse. Probablemente, los españoles de hoy hubieran aceptado mucho mejor unos reyes divorciados que una pantomima matrimonial en la que la víctima, como casi siempre, ha sido la mujer. La condición de reina consorte, lejos de suponer una ventaja -obviamente, no hablo de aspectos materiales-, ha constituido un enorme lastre personal para ella, pues más allá del cariño y respeto que le profesa una gran parte de la ciudadanía, todavía no he escuchado ni una sola muestra de solidaridad proveniente de las filas del feminismo militante. Doña Sofía ha sido privada de un derecho que ostenta cualquier español, el de disolver su matrimonio y rehacer su vida. Y eso parece que no cuenta.