Piers Morgan, periodista británico, le arroja directamente la pregunta a la cara: ¿cuántos niños matáis diariamente? La embajadora de Israel en Reino Unido responde: Eso es irrevelante. Y con esta respuesta deshumanizada se resume lo que está ocurriendo en Gaza. En la Franja las bombas no discriminan. Caen sobre hospitales, escuelas y mercados. Sobre familias enteras. Pero en según qué medios de comunicación o partidos políticos, conservadores y ultras, todavía se habla de represalias y legítima defensa. Y como si fuese una burla añaden: objetivos estratégicos. Pero, ¿de qué otra manera que no sea genocidio se puede llamar a un exterminio continuo de una población cercada, sin agua ni comida, sin salida? También crimen de guerra, claro está. Si les joroba mejor, porque ha de jorobar. Netanyahu se presenta como un adalid, un estandarte de la seguridad, pero actúa como un déspota con patente de corso. Reducir Gaza a escombros es como decir: no importáis nada en absoluto, no sois ni simples mortales. Ni lo niños, ni los ancianos, ni los enfermos. No importáis aunque el mundo entero vea las imágenes sin fin de destrucción. Porque los mandatarios de todo el mundo miran hacia otro lado y no se atreven a condenar con hechos palpables. No se atreven a llamar genocidio a lo que es una terrible realidad, enredándose en tecnicismos que no comprenden ni ellos mismos. El problema es verlo en miles de imágenes desde diferentes ángulos durante más de un año y medio, y seguir callando de pura cobardía. Si esa embajadora de Israel tuviera un mínimo de decencia no relativizaría lo insoportable. Se pondría de rodillas, lloraría un poco y pediría perdón. Convertir una masacre en rutina diaria, no es hablar de seguridad. Es hablar de barbaridad, brutalidad, salvajismo, bestialidad o crueldad. Maldad en estado puro si se entiende mejor. Nunca se deben justificar crímenes amparados en el dolor ajeno.
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