Hay debates que incomodan porque nos obligan a mirarnos de frente. Uno de ellos es el de la inmigración. No el de los grandes principios —que casi todos compartimos— sobre la dignidad, los derechos humanos y la solidaridad, sino el de la realidad cotidiana, la que toca las arcas públicas, las calles, los hospitales y la convivencia diaria.
España recibe cada año a personas que huyen del hambre, de la guerra, de la miseria… Muchos llegan sin nada: ni papeles, ni trabajo, ni recursos, ni red familiar. El sistema público —nuestros impuestos— asume en gran parte su atención: acogida, ayudas de subsistencia, sanidad, escolarización. Y es justo decirlo: es un esfuerzo económico, humano y logístico inmenso.
En paralelo, existe otro fenómeno menos ruidoso: la llegada de extranjeros con alto poder adquisitivo. Familias que compran vivienda, traen su negocio o su teletrabajo, consumen, pagan impuestos, crean empleo y revitalizan sectores enteros de la economía local. Pero curiosamente, parte de la sociedad mira con recelo a estos últimos mientras defiende sin matices la llegada de los primeros.
¿No deberíamos, al menos, atrevernos a hablar de ello?
¿No es legítimo preguntarnos cómo gestionar, de forma equilibrada, una política migratoria que sea justa, pero también sostenible?
Porque no se trata de caer en discursos de exclusión ni de demonizar a nadie. Se trata de reconocer que ningún sistema es infinito, que los recursos son limitados y que la integración no es solo cuestión de buena voluntad, sino de realismo.
Aceptar a quienes vienen sin recursos exige un enorme trabajo de acompañamiento, formación, inserción laboral y social. Y no siempre estamos preparados para hacerlo bien. El riesgo, si no se gestiona con inteligencia, es que se creen bolsas de marginalidad, tensión social y problemas que terminan estallando en el futuro.
Por otro lado, están quienes llegan con capacidad económica y aportan desde el primer día: inversión, empleo, impuestos. Son personas que generan riqueza y, en muchos casos, ayudan a compensar el desequilibrio demográfico de una España envejecida.
No hablo de cerrar la puerta a nadie, sino de ser lo suficientemente maduros como para diseñar un modelo migratorio responsable, ordenado y sostenible, que combine solidaridad con pragmatismo, dignidad con planificación, y derechos con obligaciones para todos.
El buenismo simplista no resuelve los problemas. Pero tampoco lo hace la xenofobia disfrazada de defensa nacional. La clave está, como casi siempre, en el punto intermedio: en un debate sereno, honesto y valiente, que nos permita recibir con humanidad, pero también con cabeza.