El músico Enrique Bunbury ha sido el último en estallar contra el abuso del móvil, paró un concierto para abroncar a esos fans de primera fila que solo se dedican a grabar con su teléfono molestando a los demás y estropeando la actuación.
«Dejan de participar por el hecho de tener un teléfono, ustedes incomodan y hacen que el concierto sea peor», lamentó el artista, «me ha quitado totalmente la concentración». No es el único que clama contra ese fenómeno. Se extiende en los conciertos multitudinarios –Bob Dylan o Alicia Keys ya lo usan–, el sistema ‘Shows Libres de Teléfono’ o lo que es lo mismo, meter el dichoso aparato en una funda que se sella magnéticamente y no permite sacarlo durante la actuación, salvo en emergencias o por exenciones médicas. Ya hay empresas que se dedican a ese negocio.
Es increíble pero a eso hemos llegado, adultos obligados a renunciar al móvil durante unas horas para disfrutar, sin pantallas de por medio, de un evento por el que han pagado. Luego hay encendidos debates sobre los escolares, la distracción y el móvil en las aulas.
Los teléfonos son protagonistas de todo, de la fiesta misma: Sant Joan batió su propio récord de envío de vídeos y fotos, un 14 por ciento más de datos transmitidos a otros terminales que en 2024. ¿Eso es bueno? ¿Es inevitable? ¿Se puede controlar? ¿Hasta dónde crecerá el efecto llamada de miles de imágenes publicadas en las redes sociales? Sin olvidar el riesgo que supone su uso, no se debe olvidar que el grave accidente ocurrido en Es Pla fue al intentar captar una instantánea. Es ya inevitable que el plan de seguridad aborde el asunto, aunque no se tendría que llegar a ese extremo, a la necesidad de regular todo frente a esta adicción colectiva al «apéndice tecnológico», como lo llamó Bunbury ante su público.
La locura de tener que sacar una foto para dejar constancia de la vida, en lugar de simplemente vivirla.