Niccolò di Bernardo dei Machiavelli, conocido como Nicolás Maquiavelo, para muchos el padre de la filosofía política moderna y de la ciencia política, al tiempo que figura relevante del Renacimiento italiano, acuñó tres máximas entre su obra: La política no guarda relación con la moral; un príncipe nunca carece de razones legítimas para romper sus promesas; y la promesa dada fue una necesidad del pasado, la promesa rota es una necesidad del presente.
Seguro que el tratado político, «El Príncipe», escrito por el también diplomático nacido en Florencia en el siglo XV, debe ser uno de los manuales de cabecera en los que se recrea a diario el presidente del gobierno a tenor del desempeño que ha mostrado en los siete años largos al frente de la nación.
Pedro Sánchez accedió a la Moncloa aprovechando la corrupción del Partido Popular y la sentencia condenatoria que impulsó su moción de censura. Prometió entonces una gestión limpia, decente y segura en la que cortaría de cuajo, aseguró, cualquier atisbo de malas prácticas que surgiera a su alrededor.
Aquel compromiso es hoy, por múltiples razones, un vertedero de carcajadas cada vez que comparece públicamente para exculparse por la podredumbre que le rodea, solicitar perdón a la ciudadanía y justificar que se mantiene encadenado a la poltrona porque un capitán no puede abandonar el barco aunque sea el responsable de su naufragio.
El último movimiento del presidente que provoca otra descarga de hilaridad ocurrió el miércoles en el Congreso cuando enumeró una relación abstracta de medidas para atajar la corrupción, esa actividad delictiva que le mantiene salpicado hasta las orejas, desde su familia hasta su partido, aunque haya logrado narcotizar a sus socios comunistas, nacionalistas e independentistas porque así pueden continuar extorsionándole. Erigirse ahora en el adalid de esa batalla suena como si Homer Simpson escribiera un libro que glosara las ventajas de la práctica del deporte y el estilo de vida sano. Nos reiríamos un montón.