Acostumbro a visitar de vez en cuando a Antonio Garrigues, jurista de reconocido prestigio internacional, presidente de honor del despacho Garrigues y figura clave en la abogacía y el pensamiento jurídico español. Conversar con él es siempre un auténtico regalo; escucharle es inspirador y, en ocasiones, incluso debatimos, algo que él considera esencial para la construcción política, tan ausente en nuestros días. En una de esas charlas me comentó que estaba llevando a cabo un estudio jurídico sobre el derecho a no ser engañado, a que no te mientan. Me quedé reflexionando sobre ello y ese «rumiar» me condujo a escribir este artículo.
Repetimos con ligereza la importancia de «pensar críticamente», sin saber qué es exactamente el pensamiento crítico, de dónde parte y sobre qué se sostiene. Pensar críticamente no es simplemente dudar de todo, ni adoptar la postura del escéptico perpetuo, ni colocarse en el papel de quien se cree más lúcido por desmontar los argumentos ajenos. Tampoco basta con tener herramientas lógicas o retóricas si no hay una brújula ética que las oriente. El pensamiento crítico, para serlo de verdad, necesita cimientos. Y esos cimientos son valores. Principios. Una visión del ser humano.
Sin unos valores previos, todo pensamiento es instrumental. Puede volverse brillante, incluso sofisticado, pero vacío. ¿Para qué criticamos?¿Para avanzar hacia dónde? ¿Con qué criterio distinguimos lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo manipulador, lo humano de lo inhumano?
Los clásicos lo sabían. Sócrates no pensaba por deporte. Su mayéutica no era mero juego mental, sino una forma de llegar al bien, a la verdad, a la justicia. «Una vida sin examen no merece ser vivida», afirmaba. Es decir, pensar es un deber ético, no un lujo intelectual.
Aristóteles, por su parte, no separó nunca la lógica de la ética. La razón no es solo para argumentar bien, sino para vivir bien. En su tratado Ética a Nicómaco, habla de la prudencia, como la virtud de deliberar bien sobre lo que conviene hacer, y siempre con vistas a un bien mayor. El pensamiento crítico sin ese horizonte de bien común se convierte en una forma más de cálculo egoísta. Lo conecta con otro de sus tratados prácticos, el de la Política, que trata de cómo debe obrar un legislador mirando hacia el bien de toda una comunidad. Creo imprescindible que los políticos actuales beban más del pensamiento clásico.
Cuando en la modernidad Kant construye su crítica de la razón, también acaba admitiendo que sin principios no hay verdadera autonomía. En la «Crítica de la razón práctica», establece que la única forma racional de actuar es conforme a máximas que puedan valer como ley universal. Sin un principio ético, pensar se vuelve obediencia ciega a intereses o pasiones. Mucho da que pensar en estos tiempos inciertos que vivimos, con políticos que actúan contra el bien común obedienciendo «la voz de su amo», guiados por sus propios intereses.
Cuando ese pensamiento desaparece entraríamos en la banalidad del mal. No es una maldad consciente, es peor, es la incapacidad de pensar con profundidad. Pensar es un diálogo interior que tiene consecuencias morales, o deja de ser pensamiento.
Para la filósofa agnóstica Simone Weil, el pensamiento crítico verdadero nace de la atención radical: mirar el mundo, y sobre todo al otro, con una disponibilidad que no es técnica, sino moral. ¿Cómo se puede pensar críticamente si uno no es capaz, siquiera, de mirar con verdad?
Hoy el pensamiento crítico se enseña a veces como un conjunto de habilidades —comparar fuentes, detectar falacias, leer entre líneas—. Y aunque esto no cabe duda de que es útil, sin principios, se convierte en un simulacro. Porque uno puede aplicar todo eso al servicio de la mentira, del cinismo o del oportunismo.
Y aquí viene mi duda esistencial, ¿de dónde sacamos esos principios? ¿Nos los da la filosofía clásica? ¿El humanismo? ¿La tradición judeocristiana? ¿La experiencia histórica de lo que no debe repetirse? Probablemente, de todo eso a la vez. No se trata de imponer una única fuente, sino de reconocer que hay ciertas convicciones que no podemos evitar tener si queremos pensar con hondura y no al capricho de lo que conviene en cada momento.
La dignidad humana. La búsqueda de la verdad. El respeto a la realidad. La responsabilidad hacia el otro. La conciencia de que no todo vale. Estos no son obstáculos al pensamiento crítico, sino su premisa. El pensamiento crítico no empieza con la duda. Empieza con la certeza de que hay algo que merece ser defendido.