Hace unos días, dos buenos amigos me convencieron para ir a cenar y para ir a tomar luego unos mojitos a un pub. Debía de hacer varios lustros que no hacía una salida nocturna de estas características, lo que les puede dar una idea bastante aproximada de cómo es hoy mi vida social noctámbula, por llamarla de algún modo. El sitio escogido por mis amigos tras la cena fue un local ubicado en Santa Catalina. En su interior, una pantalla de plasma emitía imágenes de los programas y las series más populares de los años ochenta, mientras de fondo se escuchaba excelente música pop de la misma década. En la parte superior de la citada pantalla aparecía de forma intermitente el nombre del pub, lo cual me pareció una muy buena idea, sobre todo teniendo en cuenta que a veces puede haber clientes que quizás lleven ya varias copas de más y que no sepan muy bien dónde se encuentran en esos momentos. Por lo demás, aquella noche había en ese local bastantes hombres y mujeres de mi edad más o menos desparejados, o como mínimo en proceso de divorcio, de separación o de darse de baja de todas las apps de citas.
Llegados a este punto, me gustaría poder decirles que alguien -en concreto una femme fatale- se fijó en mí y me hizo proposiciones más o menos lascivas o perversas, pero por desgracia no fue así. En realidad, me pasé tres horas de pie junto a mis amigos, en un rincón y añorando lejanos tiempos mejores, quizás porque con veinte añitos no teníamos que tomarnos un antiácido justo después de haber bebido un par de mojitos.