Como todos los veranos a partir del pleistoceno, traspaso mi oficina periodística desde el invernal escritorio de mi abuelo en Quicus de sa farinera, donde, además de vinilos y botellas de vino convenientemente trasegadas, guardo libros y documentos, al ullastre centenario, a la espera de que los investigadores den buena cuenta de mi ingente obra literaria cuando llegue el momento del triple salto mortal y mi casa se convierta en apéndice del Hauser & Wirth, día en el que, por cierto, sentiré de modo especial no poder leer la necrológica que sin lugar a dudas me dedicará, cuando corresponda, Josep Pons Fraga , editor de Es Diari, por aquello de que la veteranía es un grado.
Cuando se habla de necrológicas me viene a la memoria la anécdota del famoso escritor Mark Twain quien, tras leer la errónea noticia de su propio fallecimiento en el «New York Journal», escribió en el periódico una breve nota en la que aseguraba que la noticia de su muerte era una exageración. Y es que el presunto fallecido era en realidad un primo del escritor…
En fin, que, a pesar de la infernal masacre de Gaza, terremotos y tsunamis políticos diversos trato de iniciar la temporada periodística bajo el ullastre con el tradicional aire desenfadado y juguetón, buscando la sonrisa casi imposible en tiempos tan crispados como los actuales (solo hace falta echar un vistazo a los periódicos y comprobar el tono enfurruñado y belicoso de buena parte de sus opinadores) así como el incesante matonismo del mandamás anaranjado…
Puestos en ello, he de reconocer que no sé lo que me pasa, pero últimamente cuando voy a la playa me siento raro, como si desde la sombra de un pino, allá a lo lejos, entre ristras de coches, motos y embarcaciones, me estuvieran observando. Repaso mi indumentaria por si llevo alguna prenda inconveniente o claramente provocadora (últimamente me dicen que soy un vejete atractivo y debo andar con cuidado para no provocar altercados, pero rápidamente lo descarto porque voy en bañador, o «traje de baño» que decimos por aquí) tipo meyba de color gris para evitar asaltos pasionales.
Me voy aproximando al mar por la senda de «Los Bucaneros» para comprobar su resurrección, felizmente hecha realidad, y paseo con la altivez del indígena que acepta al turista siempre que no emprenyi massa. Y ahí está uno de los focos de ignición para el menorquín emprenyat: ¿Saturación maléfica o imprescindibles ingresos en cuenta? ¿Desdoblamiento de la carretera o simplemente una carretera mejor? ¿Restricción de coches circulantes o disminución de velocidad? Son las preguntas que enmarca el debate tanto callejero como en los medios mientras nosotros, tardo adolescentes reprimidos en aquellos tiempos, observábamos con curiosidad no exenta de envidia el zascandileo de clientes y, sobre todo clientas de allende los mares, todavía manjar prohibido para jóvenes emergentes de tiempos de penurias y sin nociones de inglés.
Me siguen mirando, lo sé. Tampoco soy un viejo apellejado, aunque todo se andará, me digo con atisbos de resignación. Pero por qué narices me estarán mirando con semejante saña (un cuarentón desacomplejado esboza un rictus de repugnancia al cruzarse conmigo). Esta vez no voy a agachar la cabeza, me doy ánimos, y me acerco al depilado adolescente de la vejez, para soltarle cuatro frescas.
-¿Tienes hora?, balbuceo tras varias toses nerviosas cuando veo sus pectorales a pocos centímetros de mi nariz (pestazo a crema) y compruebo con pavor que lejos de amilanarse se agarra a mi pelambrera torácica ( Alfredo Landa style).
-¿Dónde vas con eso?, me pregunta.
-What? -contesto en inglés, presa del pánico.
-Esa pelambrera -contesta señalándome mi melena torácica-, es asquerosa, aclara al fin…
Entonces comprendo la magnitud de la tragedia: soy un tipo raro, sin depilar, sin operaciones en la calvorota, sin tatuajes, y con una frondosa vegetación en pecho y espalda, que se permite el lujo de ondear al viento cual bandera pirata. En fin.