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Davall l'ullastre

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Iba el otro día por mi calle natal, la de las Moreras, adonde había bajado para algún recado (fruta del tiempo, habitualmente) que no recordaba con exactitud, como me suele ocurrir a medida que van pasando los años, así que me puse en modo flâneur    es decir,    paseante sin rumbo fijo, aunque mis piernas me llevan desde el subconsciente    a los aledaños del número 7 de la calle    donde nací y pasé mi infancia, entrando y saliendo de viviendas amigas y comercios de chicles y    regalices, hoy llamadas de forma un tanto cursi ‘chuches’. Mientras deambulo,    recuerdo especialmente la tienda de una señora, cerca de la esquina con el Cos de Gracia tan buena mujer que la dejábamos en paz en lugar de llevarnos la alfombrilla, como era costumbre y juego universal junto con los mèrvols y el omnipresente fútbol    (Buenaaas, ens enduim s’estora!!)…

Iba pues    más bien con aire melancólico recordando comercios amigos y estampas variopintas, como los primeros coches circulantes (mi padre tenía un viejo fiat    con techo de lona y manillar a la derecha), o    el teatrillo de mi vecino y amigo Alfredo Borrás que me fascinaba con sus decorados y tramoyas cambiantes, cuando entre oleadas de turistas vislumbro de pronto a un viejo conocido que me mira fijamente en la distancia mientras enarbola el dedo índice de su mano derecha (nada que ver con el clásico gesto despectivo del dedo medio llamado coloquialmente ‘peineta’),

-Uep aquí !

-Uep-correspondo con educación y curiosidad.

-Eres el primero en casi una hora -me espeta con cierto misterio.

-??

- Sí, eres el primer paisano con el que me cruzo en un buen rato entre riadas de turistas. Un promedio de uno entre cincuenta más o menos-    puntualiza.

Uno entre cincuenta, pienso cuando    ya nos hemos despedido, no es un mal titular periodístico, para enmarañarme luego en cogitaciones sobre nuestra aldea originaria,    sus múltiples lenguas propias y el gran reemplazo foraster    que, según algunos , amenazaría no solo el modo de vida menorquín sino también el europeo. Así que necesitaríamos como el comer un gran líder («amado líder», que diría el amigo Nacho Martín) que    nos haga grandes de nuevo (Make Minorca Great Again). Por cierto, ¿alguien sabe cuándo fuimos grandes?, ¿quizás cuando el general Magón pasó unas semanas en el Portus Magnus?...

Así, con la mente calenturienta y la bolsa llena de xinos y pera fina, veo a mi ocasional contertulio alejándose por Sa Costa de sa Plaça, aún con el dedo    índice enarbolado ¿O es el dedo medio?…

Vuelvo a casa tras haber degustado la ineludible horchata del Turronero (gracias, Montse por no cejar en el empeño), y dándole cuerda a lo del «reemplazo», las lenguas propias y demás serpientes de verano. Datos:    parece que los menorquines prefieren ser escolarizados en catalán, vaya por Dios después de tanta movida. A mí también me hubiera gustado escolarizarme en mi lengua materna, me di cuenta al marchar a la universidad y tener que escribir a mis padres en castellano. No sé, me sentí raro, nunca había hablado la lengua del imperio con ellos, ni con mis sucesivos gatos, ni por supuesto con Solita, la lluïsera que trabajaba en    casa y a la que visito por sorpresa en estos días agosteños tras haberla localizado en Sant Lluís. Se emociona y me emociono. Nos abrazamos. Recordamos la casa de Ses Moreres    rincón a rincón…

1/50, ¿y qué? Menorca ha ido cambiando, nosotros también, y los    nuevos menorquines tienen todo el derecho del mundo a ser y sentir como tales sin perder por ello sus raíces ni el derecho de orar a su dios o dioses. Ni vienen a reemplazarnos ni nosotros    tenemos escritura de propiedad    alguna sobre la tierra que pisamos. Ellos solo buscan una vida mejor y nosotros    no somos más    que usufructuarios    de una roca perdida en el mar…

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