Los medios de comunicación son un arma de guerra más. Lo vemos a diario, aunque la mayoría no lo percibe. Cree, con ingenuidad, que solo son una forma de enterarse de lo que pasa en el mundo. Y lo es, pero siempre desde la óptica interesada del que te lo cuenta. Pongamos como ejemplo los dos conflictos en boga: Ucrania y Gaza. Cualquiera que se fije un poquito verá lo radicalmente diferente que es el tratamiento informativo que se le da a uno y otro. Me dirán que no es lo mismo, que en las tierras de Zelenski combaten dos ejércitos, mientras en Tierra Santa lo que caen son bombas sobre civiles, sobre todo mujeres, ancianos y niños.
Pensemos: ¿qué imágenes nos brindan las agencias de noticias de uno y otro lugar? Reiteradamente en Ucrania vemos edificios destruidos por drones o misiles, el boquete de algún bombazo en una carretera, quizá un vehículo en llamas. Nada humano. Ni un solo cadáver, sangre o miembros mutilados, ninguna familia devastada. Y, sin embargo, los satélites de las potencias occidentales han registrado casi dos millones de nuevas tumbas sobre el terreno y las cifras más certeras hablan de un millón doscientos mil ucranianos muertos.
La amabilidad con la que nos cuentan esa guerra tan cercana es quirúrgica, exquisita. En cambio, en Oriente Próximo las cámaras se recrean en la suciedad, la miseria, el hambre y cadáveres, muchos, cada día, además de mujeres sufriendo por la pérdida. Los corresponsales les ponen nombre y apellidos, los personalizan para que sintamos esa empatía inevitable a menos que seas un robot. Gaza la sentimos en el corazón, Ucrania solo en el cerebro. Y, sin embargo, en términos de vidas humanas la de Europa es una guerra infinitamente más brutal.