«Siendo niño, mi bisabuela, que era centenaria, me contó que cuando la francesada quemaron el olivar», no me lo podía creer, Paco me estaba hablando de la invasión francesa de 1808 –la mal llamada Guerra de la Independencia-. Con un simple cálculo resultaba evidente que su bisabuela no pudo ser testigo de aquello, pero sí de las consecuencias, normalmente los olivos quemados sobreviven a los incendios aunque tardan años en recuperarse.
Tenía una edad indefinida, el trabajo diario en el campo le había avejentado prematuramente, más de aspecto que de actitud, seguía siendo un hombre vital –considerando su edad–. Ejercía como encargado de la finca, gestionando y dirigiendo al resto del personal de la misma. Aunque lo conocía desde hacía años, fue tratarlo asiduamente lo que me dio la verdadera dimensión de su persona.
Un antiguo caserón señorial cercano a un pueblo fue el lugar, recalamos yendo de paso en un viaje con la intención de saludar a estos viejos empleados –y amigos–. El lugar, al que no íbamos desde hacía años, respiraba paz y tranquilidad, acabamos quedándonos unos días. Nuestros hijos eran pequeños, Paco ejerciendo de abuelo se llevaba al niño a la huerta, Aurora su mujer –probablemente la mujer más pintoresca que he conocido– se ponía con la niña a estirar las sábanas al sol sobre la hierba y le daba un canasto de mimbre para que fuese metiendo los huevos –alguno murió en la maniobra– que ella recogía en el gallinero y aledaños, «estas jodías los ponen donde quieren», decía.
Noches para dormir aturdido por el silencio, algún lejano canto de gallo –descubrí que no solo cantan al amanecer– y de buena mañana el cloquear cansino de alguna gallina. ¡Papá, papá, cantan los pajaritos! Venía a mi cama a anunciarme alborozada la niña por la mañana, –ojo, que amanece a las seis–. Repetimos, tanto que se convirtió en un hábito, durante años fuimos asiduos, durante años fuimos felices.
La casa, que nunca dejó de usarse, se activó y actualizó, perdió esa pátina de cierto abandono, el olor y hasta el frescor cambió, ventanas abiertas a la luz, alegres risas infantiles, algún mueble desajustado, algún electrodoméstico desenchufado, todo volvió a su función, la casa tantos años dormida despertó a la vida y emanó calor de hogar.
Excursiones en bicicleta, recoger moras para hacer tartas, ir al río a bañarse o meter los pies si no era época para ello, los niños agotados caían rendidos en la cama por las noches, el sol y el aire les daba un punto rústico, un aspecto sano, como una hogaza de pan de pueblo –por cierto, buenísimo–. Al caer la tarde, paseos por el olivar, coger espárragos o ramilletes de flores para colocar en jarrones en la casa, insultante amarillo de la retama, pringosas flores de jara como huevos fritos, penetrante olor de romero, de lavanda. Y después de cenar, sentarse a la fresca bajo un cielo cuajado de estrellas, charlar y escuchar historias, las de Aurora divertidas, las de Paco siempre interesantes.
Paco nos contaba de la vida del pueblo, de la casa, de la familia, historias que se perdieron con él, pues nadie las puso nunca por escrito –yo tampoco, aunque en su día pensé hacerlo– pequeñas historias que al cabo tejen la gran historia. Contaba, que era la quinta generación que servía fielmente a la familia, él era el hijo mayor del anterior encargado –guardés, dicen en Extremadura– que a su vez fue el hijo mayor del anterior, y así sucesivamente desde hacía cinco generaciones. Con sus hijos se rompió la cadena, el mayor marchó a la capital buscando una vida que él creía mejor lejos del campo, las horas de fábrica y un barrio obrero crearon un imaginario en su mente de prejubilado, los recuerdos de la vida en el pueblo configuraban un remedo de arcadia que acabó generando una insufrible nostalgia –según me contó él mismo–, y retornó, parabólica y Wi-Fi mediante. Sus hijos, jóvenes impertinentes y soberbios van de sobrados en un pueblo que se les queda pequeño, sin futuro ni recursos el PER y alguna chapucilla dan respiro, tratar de mejorar es muy cansado, han descubierto que es más rentable la queja que la protesta, y por supuesto, muchísimo más que la iniciativa.
Hace veinte años que enterramos a Paco, un persistente catarro le llevó al médico, una placa reveló un cáncer atrincherado en él, al bicho no le dio tiempo, una virulenta neumonía se lo llevó casi sin tiempo para despedirse, Aurora duró algunos años más. Una lástima, nadie le relevó, uno que lo intentó no estuvo a la altura, no solo era un trabajo, era un símbolo, y al nuevo le vino grande, muy grande, tanto como la nostalgia y el cariño que me trae su recuerdo.