Tras el desencanto del pueblo por el fracaso estrepitoso de la Primera República, que a punto estuvo de acabar con la propia existencia de la Nación, el país necesitaba urgentemente orden y estabilidad, y esto lo encontraría en la figura de un joven Rey de dieciocho años, Alfonso XII, toda una esperanza que cumpliría con creces lo que de él se esperaba –lástima que muriese tan joven-. El gran arquitecto de la Restauración fue Cánovas del Castillo, que desde hacía años venía preocupándose y ocupándose de la formación en el exilio, del que sería el primer rey constitucionalista. Manifiesto de Sandhurst, el acuerdo para la restauración estaba pactado –el pronunciamiento de Martínez Campos fue anecdótico y hasta innecesario–.
Cánovas estableció un sistema que permitiera gobernar a los más preparados, en un clima de diálogo, comprensión y tolerancia, de tal forma que el adversario político no fuese el odioso enemigo al que combatir por todos los medios sino simplemente el que, teniendo otro proyecto político, se turne en el poder. Se preservaban tres reglas elementales: Respeto a la Monarquía como jefatura del Estado, respeto a la libertad supeditada al orden común, y el derecho a la propiedad. Resultado, la Constitución de 1876, la de mayor tiempo de vigencia en España. El sistema canovista se basaba en la alternancia en el poder de las dos corrientes de pensamiento político, conservadora y liberal. La clave, líderes con visión de «Hombres de Estado». Cánovas encontró su reflejo en Sagasta, ninguno de los dos se aferraría al poder, un paso atrás permitía cambiar la partida manteniendo las reglas del juego. La sucesión alternativa y pacífica en el poder de ambas corrientes, dieron más de dos décadas de prosperidad social y económica, hasta que una bala anarquista rompió el espejo.
Sufrimos hoy la inmersión en un sistema en el que se aprecia un repliegue general en la moral, con una sociedad cada vez más apicarada –agravado por un alarmante desbarajuste económico-. El resultado es la degradación de la política. ¿Cómo hemos llegado a esto?
Por un elemental sentido de autoprotección, ningún mediocre quiere rodearse de gente válida que puedan hacerle sombra, no los quiere al lado aunque sí debajo, desde ahí no le proyectan sombra, y alguien tiene que hacer el trabajo. Este hecho lleva consigo una subversión de valores. Los puestos más importantes no serán cubiertos conforme al sistema selectivo de escoger a los mejores, sino a los más sumisos; los más inteligentes dejan paso a los más obedientes. El gobierno de los torpes, el triunfo de los enanos.
Al verdadero «Hombre de Estado» lo que le interesa es plantearse objetivos realmente importantes, aceptando como un reto la dificultad que su ejecución implica; al político mediocre en cambio, lo único que le mueve es mantenerse en el poder. El primero dedica su vida al mejor gobierno de su pueblo, considera que el poder no le pertenece, que lo ocupa de forma efímera, que él está a su servicio; que gobernar no es más que gestionar los recursos de los gobernados.
Cánovas era historiador, académico de la Real Academia de la Historia, estudioso de la España Imperial; contrario al triunfalismo afirmaba que este periodo se debió más a la suerte que a los méritos, que fue el resultado de, según sus palabras «...herencias que no nos merecíamos». Quizá por ello –su conocimiento del pasado– quiso una convivencia pacífica, un aislamiento del exterior convencido de que cuando el país está metido en alianzas y empresas internacionales, siempre acaba siendo desbordado y perdiendo el control de los acontecimientos. Visionario del resultado que un conflicto armado con EEUU tendría, abogaba por llegar a un acuerdo sobre Cuba. Como Prim, mismo problema, misma posible solución, idéntico resultado. En España, la oligarquía con intereses económicos en la isla, tenía otros planes.
Hoy no hay hombres así, y los que hay no están en el juego. Habría que cambiar economistas por filósofos, ingenieros por historiadores, números por letras, ideas por valores, en resumen tecnología por humanismo. ¡El triunfo de los enanos!, ¿Será que nos dan miedo los gigantes?