Debo reconocer que desde hace un tiempo estoy algo inapetente, me gusta comer lo justo y soy de un solo plato, con lo cual me sobra cintura en mis pantalones y los platos y demás utensilios ocupan menos espacio en el lavavajillas. El haber sabido prescindir de la abundancia gastronómica ha hecho que le dé más valor al paladar y a mis glándulas gustativas. Tal vez por eso y por algunas cosas más he aprendido a seleccionar todo aquello que me llega del exterior y que algunos califican como influencias.
Salvo mi medicación habitual y alguna cerveza esporádica que tomo, unas por consejo de mis galenos y las de espuma por prescripción propia, el resto procuro que me resbale lo suficiente para darme cuenta de que no necesito que formen parte de mi existencia. Mi familia más directa, esos amigos que se dice pueden contarse con los dedos de una mano y el placer de disfrutar diariamente de mi nieta, llenan los escasos espacios que todavía conservo intactos.
Cuando me llegan noticias espeluznantes pero sin pruebas de si son verídicas o no, mi espíritu se contrae porque no hay nada peor que vivir envuelto en dudas. En esos momentos me gustaría hacer el muerto sobre el mar, ya saben, eso que todos aprendimos de pequeños de espaldas a la superficie, con los brazos extendidos y cerrando los ojos hasta que una hola te llenaba la garganta.