La crispación alimentada durante tiempo acabó dando sus frutos, el odio superó a la convivencia, la discusión al diálogo, la intransigencia a la tolerancia, las acciones a las palabras. Poco a poco los compañeros de pandilla, los amigos de siempre, fueron irreconciliables, el adversario se convirtió en enemigo, atemperar espíritus exaltados y buscar reconciliación se traducía como debilidad -cuando no sospechosa sintonía con «los otros»-. Y así, de la noche a la mañana, los que en cada lugar fueron mayoría, acabaron dando «el paseíllo» a vecinos de toda la vida. Odios atávicos salieron a relucir, agravios -imaginados o vividos- justificaron crueles venganzas. ¿Quién fue el primero que perdió la dignidad?, da lo mismo, con el tiempo cada uno cuenta su historia tratando de buscar una justificación a lo injustificable, convertir la vergüenza de una guerra civil en una acción noble. El lugar donde le pilló a cada uno el principio de la locura –una lotería- fue determinante, no era una cuestión de ideologías, simplemente había que dejar de ser sospechoso, potencialmente eliminable, cuestión de supervivencia.
Como muchos jóvenes, la marea lo arrastró, y el relato manipulado por la propaganda acabó trasformando su inicial indiferencia en una –si no entusiasta, si al menos activa- adhesión por la causa. Con el principio del fin hubo que salvarse, el marcador que presentaba el partido lo dejaba claro, era hora de salir corriendo. La salvación, el extranjero, salvó el pellejo pero fue también lo único que se pudo llevar, el resto de su vida quedó atrás; otras tierras y otras gentes le ofrecieron una nueva vida.
¿Pago obligado o agradecimiento voluntario?, sea como fuere, dejó atrás una guerra para meterse de lleno en otra, esta ajena; aunque en realidad todas las guerras te son ajenas hasta que pegas el primer tiro o la primera bala pasa silbando. Su nueva tierra, además de una nueva guerra, le ofreció una nueva vida, una nueva gente, un nuevo amor. Su antigua tierra, su antigua vida, su antiguo amor –si es que alguno hubo- quedó tras un velo de olvido huérfano de comentario. Según se consolidaba la situación allí, más lejano veía él su retorno desde aquí; volver pasó de una esperanza a un sueño imposible, el exilio, la más cruel condena del mundo clásico, dejó de ser un concepto ajeno para materializarse ante sus ojos; él al menos era joven, podía empezar de nuevo.
El ciclón de la guerra lo llevo lejos, abandonó –él desconocía que para siempre- su nueva vida, su nuevo amor que –también él desconocía- germinó en un vientre joven. Cuando la guerra acabó, había durado demasiado, demasiados lugares, demasiadas gentes, y un nuevo amor que acabó consolidado con una nueva vida fruto del mismo. Quedó el leve recuerdo de aquel primer y efímero amor, de su fruto nunca supo.
Ella trató desesperadamente de localizarlo, tenía que saber que iban a tener un hijo, nadie le dio razón, «desaparecido en combate», le dijeron. Sola y señalada por una sociedad cruel, marchó a una nueva tierra, a una nueva vida, a un nuevo amor, un hombre bueno que la quiso y quiso a ese niño ajeno como propio.
Setenta años son muchos para una vida, pero pocos para una familia, una estirpe, las generaciones se suceden y solapan con más rapidez de la que imaginamos. Hay regalos originales, extraños incluso; uno de ellos –muy de moda últimamente- es hacerse un estudio de ADN, y lo que es más, sumar tus datos a la base de datos internacional en la que están apuntados todos aquellos que –de forma voluntaria- tienen curiosidad por saber si guardan algún tipo de vínculo sanguíneo con personas desconocidas.
«Papá, me dicen que según la base de datos, tengo un pariente consanguíneo de primer grado en un lugar lejano y extraño». «Eso tiene toda la pinta de ser un timo», le contestó su padre. El caso es que el hijo, curioso por el hipotético pariente, se pone en contacto con él a través de internet. «Papá, tienes un hermano, lo he sabido en cuanto lo he visto, es igualito a ti». El hermano en cuestión no era un timo, era un refutado médico que vivía al otro lado del mundo. Con el tiempo, y mediación de los hijos, terminan poniéndose en contacto los hermanos; ninguno había sabido antes de la existencia del otro, el progenitor de ambos vivió y murió sin saber de la existencia del hijo mayor. Tras el primer vistazo, la química hizo su papel, lo demás vino por añadidura. Aportando cada uno la parte de la historia que conocía, el puzle fue montándose solo, y la relación fraternal admitida y asumida. Desde hace ya algunos años se reúnen «toda» la familia periódicamente.
Un guionista de calenturienta cabeza no habría escrito una más bonita historia. Historias así me reconcilian con una sociedad que a menudo creo deshumanizada. Aún hay esperanzas.