A finales de los setenta era habitual encontrar a Joan Miró sentado en el suelo, con las manos sucias y pintando con el dedo. Como un niño nonagenario, el gran artista surrealista encarnaba la libertad total de los sueños, la fantasía y el color.
Así es como lo recuerda su nieto Joan Punyet Miró, que este sábado presentó en Sao Paulo la exposición 'La fuerza de la materia', que trae obras que por primera vez salieron de la familia del pintor para traspasar las fronteras españolas.
«Mi abuelo se pasó toda la vida para descaminar lo caminado y pintar como un niño», porque «para él lo más importante no es lo que ven tus ojos, sino lo que intuyes con el alma», explicó Punyet.
Una revolución pictórica con la que se coronó como «el artista de la metáfora viva, de la ebullición constante de los sueños», los mismos que a partir de este domingo pueden verse inmortalizados en telas, maderas e imágenes encumbradas por uno de los genios con página propia en la historia del arte.
«Miró es un pintor universal porque también es un poeta prehistórico», asegura su nieto, quien narra que, todos los días después de hacer una siesta y antes de trabajar, su abuelo abría un libro de poesía al azar y leía el poema en ella escrito para «ejercitar los músculos del espíritu».
Pero la exhibición acerca también la faceta más «campechana» del artista, quien no dudaba en recolectar objetos del campo para sublimarlos hasta la obra de arte o recorrer quizás el camino contrario y rebajar el mito artístico al nivel de la vida cotidiana.
Una reflexión que suscita la serie de esculturas expuestas en bronce, un material tradicionalmente usado para figuras suntuosas, pero con el que Miró proporcionó -en palabras de Punyet- «nobleza al objeto encontrado como si de un ritual chamánico se tratara».
Pero sobre todo las mujeres, altas, bajas, de perfil o con las manos en alto. Es protagonista la figura femenina sobre la que Miró construyó un permanente homenaje y a la que siempre acompañó de la estrella de Venus, símbolo de la fertilidad.
Y aunque el arte del artista nació y murió con él (pues no existen ni escuelas ni discípulos), Miró jamás estuvo aislado y bebió tanto de la tradición mediterránea como de los lienzos expresionistas de Jackson Pollock, los ready-made de Marcel Duchamp o los amarillos vibrantes de Vincent van Gogh.
Heredera de este diálogo es una de las obras inéditas que acoge la exposición -'Pintura 1960'-, una «primicia mundial» que colgaba hasta ahora en el salón de su nieto.
Sobre un pedazo de madera hay dos figuras dibujadas a lápiz que acompañan a un manojo de cuerdas sostenidas por cinta adhesiva: un cariñoso homenaje a su amigo Pablo Picasso y a Georges Braque por haber creado el collage, visto entonces como un «asesinato del arte» (académico).
Paradójicamente, la muestra también dialoga con el edificio que lo acoge, el instituto de la recientemente fallecida artista plástica nipo-brasileña Tomie Ohtake.
Y es que la influencia japonesa no pasa desapercibida en muchos de los grabados del artista, que además de un pincel y de su dedo, también creaba con un bambú traído de Tokio obras que remiten a la caligrafía nipona.
Un recorrido que viajará en septiembre a la sureña ciudad de Florianópolis y que, en las antípodas del arte por el arte, atrapa al espectador y lo interroga sobre el significado básico de la vida.