«Llevo18 días de guerra viviendo en un refugio con mi hija y mi nieta. Tengo derecho a denominarme ucraniana no porque lleve 30 años viviendo en este país sino porque la considero mi patria. En 1941 mi abuelo combatió como capitán contra los ocupantes nazis en el este de Ucrania y murió tres meses después del inicio de la invasión alemana. Está enterrado aquí igual que mi madre. No me voy a ir a ninguna parte y voy a resistir con mi familia. Es mi elección. Lo único que me une a Rusia es este papel, válido hasta el 2025. No lo voy a necesitar nunca más. Prefiero ser apátrida antes que pertenecer a Rusia», explica Natalia Kuderska, de 59 años antes de destruir su pasaporte ruso y acabar con una dura frase: «Hasta nunca, Rusia sucia, país de esclavos».
El video, realizado el 13 de marzo de 2022, dura dos minutos y cinco segundos, el tiempo que ha tardado en quedarse sin documentación y sin nacionalidad, una situación que le impide abandonar Ucrania porque sólo tiene el permiso de residencia. «No me arrepiento y no me llames valiente. Es una decisión lógica cuando te bombardean los tuyos», asegura. El acto de destruir el pasaporte le podría costar años de cárcel en Rusia. Asegura que no conoce a nadie que haya hecho algo parecido aunque sí sabe de rusos que han solicitado documentación ucraniana. Desde el 2019, antes de la pandemia de Covid, está a la espera de recibir una nueva documentación, pero sabe que se trata de un trámite muy lento en Ucrania, una situación que se puede alargar años en estos tiempos convulsos.
Nacida en Samara, una de grandes ciudades industriales de Rusia, bañada por el río Volga, estudió dos carreras universitarias, especializándose en ingeniera industrial y de automoción. Fue a trabajar a Siberia donde conoció a su marido de origen ucraniano y en 1992 se vino a vivir a Kiev. «Mi ciudad natal está muy contaminada, es gris y oscura y nunca me ha gustado», cuenta. Afirma que empezó a odiar a su país cuando siendo niña apenas veía a su padre que salía a las cinco de la mañana de casa a trabajar como tornero y regresaba ya de noche. «Rusia era y sigue siendo una empresa que te absorbe completamente y te impide realizar una vida normal», enfatiza.
Lo único que le produce tristeza es no volver a visitar la tumba de su padre, enterrado en su ciudad natal. Pero ya ha ideado un plan: «En Samara están construyendo un crematorio. Conseguiré que exhumen a mi padre y me manden las cenizas a Kiev. Si yo no lo consigo será una tarea obligatoria para mi hija o mi nieta». Dejó a un lado su profesión cuando se divorció en 2010 y se dedicó a alquilar pisos por meses y realquilarlos por días. Empezó a ahorrar dinero. Compraba pisos, los restauraba y los vendía. Uno de esos pisos es su actual apartamento, situado en el piso 18 con una vista fantástica a través de unos ventanales espectaculares, que dan a un comedor donde reina imperial una televisión de 75 pulgadas, quizá el lugar menos ideal para vivir en la actualidad. Desde febrero varios proyectiles se han estrellado contra edificios colindantes.
La noche de febrero que empezó el ataque ruso se despertó extrañada ante tanto ruido, se giró en la cama y continuó durmiendo. La segunda noche decidió pasarla en el interior de su coche en el parking subterráneo. Los restos de un misil de crucero se estrellaron contra el edificio de al lado. En la parte de atrás del vehículo tiene todavía varias mantas y comida, incluida de perro, para dos semanas.
Su madre se vino definitivamente a Kiev en 2011. En 2014, pocos días después del inicio de la invasión rusa, quiso hablar con su mejor amiga en Samara través de la pantalla de un portátil. La amiga se negó a creer que Rusia estuviese invadiendo y bombardeando Ucrania. Su madre se enfadó mucho con ella. Al acabar la conversación le pidió que borrase de su teléfono todos los contactos rusos, incluido los de tíos y primos hermanos incapaces de solidarizarse con ellas. Nunca volvieron a relacionarse.
«La población rusa está muy mediatizada. Creen que todo lo que les muestra los canales oficiales es la única verdad inquebrantable, como si la televisión fuera un Dios», reflexiona Natalia cuando se le pregunta si entiende estos comportamientos familiares. Es muy dura con el presidente Vladimir Putin, al que describe como un emperador que ha conseguido paralizar a sus ciudadanos con mentiras y propaganda. «No quiero formar parte de un pueblo incapaz de no hacer nada por el vecino que está siendo agredido», reflexiona.
Natalia reconoce que es positiva y que rara vez pierde el sentido del humor. «Fui una mujer hermosa hasta el 24 de febrero de este año, el día que empezó la guerra en Kiev. Desde entonces he engordado más de 20 kilos», dice con una sonrisa. «¿Crees que es culpa del estrés?», le pregunto. «Qué va. Llené la nevera hasta los topes pensando que nos quedaríamos sin suministros y me puse a comer sin parar antes de que se estropease la comida almacenada por culpa de los continuos cortes de luz», recalca con ironía. Al ver la cara de sorpresa de sus invitados muestra una fotografía en bañador tomada hace un par de años y remata: «No pienso morir ahora que ya estoy a dieta».
Las paredes están repletas de pinturas realizadas por la mujer. «Me gustaba pintar cuando era niña. Lo dejé durante muchos años. Recuperé las ganas cuando me divorcié», explica Natalia. Varios cuadros muestran paisajes idílicos y coloridos muy tradicionales. En una pared se mezclan algunas escenas cotidianas con los desastres de la guerra. Uno de los últimos cuadros que ha pintado muestra la cola de un misil que se ha estrellado contra una plaza. Todo es muy negro, incluidos los edificios de alrededor que arden alcanzados por otros proyectiles. Sólo ha pintado, con un blanco sucio, unas figuras humanas, en su mayoría niños, que se desintegran tras ser alcanzados por la carga del misil. Un cuadro que simboliza la destrucción total.