Beirut, Mostar, Kabul, Grozny, Alepo durante las tres últimas décadas. Hué en los años sesenta. Stalingrado, Varsovia, Dresde, Tokio durante los cuarenta. Atlanta hace más de un siglo y medio. Todas estas ciudades tienen algo en común en la historia bélica de la humanidad. Sus centros urbanos quedaron desintegrados tras brutales bombardeos o incendios intencionados. Sus ciudadanos fueron los grandes perdedores de órdenes absurdas y alejadas de la lógica (si existe) del combate dadas por generales sin piedad ni escrúpulos, que casi nunca sufrieron consecuencias jurídicas por sus actos criminales.
En Ucrania, especialmente en el este del país, decenas de aldeas y barrios de populosas ciudades han sido arrasados por ataques indiscriminados. Los convenios de Ginebra han sido pisoteados sin dilación por guerreros con el honor perdido que han utilizado a la población civil como objeto preferencial de sus campañas sistemáticas de terror.
Aunque la guerra de Ucrania empezó en el 2014, el incremento de los combates y la entrada en liza del ejército ruso con un mayor músculo artillero a partir de febrero del año pasado han provocado daños generalizados. El uso intenso de ataque con misiles, cohetes, proyectiles de gran calibre y drones ha convertido una parte importante del este de Ucrania en un erial de destrucción.
La población civil ha visto cómo sus casas eran sistemáticamente blanco de bombardeos intensos y ataques constantes y con frecuencia se le ha privado de agua, luz y calefacción en una zona del mundo especialmente fría desde el otoño a la primavera. «El pueblo ucraniano ha sufrido horrores inimaginables en esta guerra», dice un informe la organización humanitaria Amnistía Internacional.
El artículo 51 de la Convención de Ginebra relativo a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra, firmado por 194 países del mundo, afirma que «la población civil gozará de protección general contra los peligros procedentes de operaciones militares…» y reafirma la prohibición de «los actos o amenazas de violencia cuya finalidad principal sea aterrorizar a los no combatientes».
La guerra organizada existe en Europa desde hace milenios. Durante mucho tiempo los combates encarnizados eran protagonizados por militares, incluidos civiles reclutados forzosamente para acudir a la línea del frente estuvieran de acuerdo o no. Hasta la Primera Guerra Mundial las batallas se desarrollaban en zonas abiertas cubiertas de trincheras donde los soldados resistían durante meses o años. Los frentes de batallas infernales como Marne, Verdún o La Somme apenas variaron entre 1914 y 1918 a pesar de que costaron millones de muertos y heridos.
En la Segunda Guerra Mundial, los ataques contra los civiles se volvieron indiscriminados. Los bombardeos sistemáticos contra grandes capitales que no estaban preparadas para defenderse se multiplicaron desde el principio de la contienda. El número de civiles muertos duplicó al de militares y se hizo patente que las guerras del futuro tendrían como objetivo principal a los más inocentes.
La guerra más mediática de los últimos ochenta años, la de Vietnam, ya supuso un incremento de los civiles muertos en comparación con los militares. Por cada uno de los 57.000 soldados estadounidenses fallecieron murieron nueve civiles vietnamitas y las consecuencias de la utilización de armas químicas por parte de Estados Unidos se siguen sufriendo hoy en día.
La invasión soviética de Afganistán, decidida secretamente por un grupo reducido de la más alta instancia gubernamental, acabó con 15.000 soldados invasores muertos mientras el número de civiles fallecidos superó el millón. Tras la retirada rusa empezó la guerra civil entre los señores de la guerra afganos, armados hasta los dientes por Estados Unidos. La capital Kabul, cuyas principales avenidas son kilométricas, fue el principal escenario de los bombardeos.
Los combatientes utilizaron a los civiles como escudos humanos y destruyeron con saña un amplio perímetro de su centro urbano. Años después, el número de heridos y muertos por las minas sembradas entre las casas convirtió al país asiático en uno de los países con más víctimas del mundo. La capital quedó completamente devastada.
Los civiles también pagaron un alto precio en vidas durante la guerra civil libanesa que duró entre 1975 y 1990. Beirut y otras ciudades fueron arrasadas por combatientes de distintas milicias que luchaban barrio por barrio. Entre 130.000 y 250.000 personas murieron y otro millón sufrió heridas, algunas decenas de miles con diversos grados de discapacidad.
En los Balcanes se utilizó sistemáticamente la mal llamada limpieza étnica ya que tanto en Croacia como Bosnia-Herzegovina casi todos los asesinados pertenecían a la misma etnia. Decenas de miles de casas fueron dinamitadas para evitar el regreso de la población de otra religión. Por desgracia, el plan de paz legalizó la purificación religiosa y permitió que los asesinos consiguieran sus objetivos.
En las dos últimas décadas en guerras como Irak, Libia, Siria o Yemen la destrucción de ciudades y aldeas se ha convertido en uno de los principales objetivos de los combatientes. Estados Unidos bombardeó a civiles a partir de 2003 en Irak sin importarles las bajas mortales causadas y Rusia destruyó las infraestructuras de ciudades y aldeas de Siria en la última década. La inmensa mayoría de los asesinados en los bombardeos salvajes fueron civiles.
Decía Cicerón que «las leyes son silenciosas en tiempos de guerras» y son permanentemente vulneradas por los combatientes. La cobardía se incrementa en la oscuridad de la guerra y se utiliza la impunidad para perpetrar crímenes de guerra parapetados en el anonimato. Todas las órdenes que violan las reglas de la guerra deberían ser rechazadas por los guerreros.