El 5 de febrero de 2003, el entonces secretario de Estado de EE. UU., Colin Powell, alertaba al Consejo de Seguridad de la ONU de que Irak poseía armas de destrucción masiva para justificar el inicio de la guerra, un argumento falso del que se arrepintió poco después. Cuando se acerca el vigésimo aniversario del comienzo de la Guerra de Irak, algunos expertos ven en el comportamiento de la Administración de George W. Bush un anticipo del uso de la «posverdad», así como un menoscabo de la credibilidad de la ONU, que ahora debe afrontar la invasión de Ucrania por parte de Rusia.
Es el caso de Carme Colomina, investigadora sénior del Centro de Asuntos Internacionales de Barcelona CIDOB, quien expone a EFE que el menosprecio a la verdad y los hechos forma parte del «legado» de Bush, magnificado después por el también expresidente republicano Donald Trump.
La intervención de Powell, que tuvo lugar mes y medio antes del inicio de la invasión estadounidense de Irak, fue la culminación de un relato defendido por el Gobierno de Bush y su poderoso vicepresidente, Dick Cheney, desde finales de 2001 para justificar la guerra. Aunque investigaciones bipartidistas del Congreso de los Estados Unidos no encontraron pruebas de presiones políticas a los analistas de inteligencia, a lo largo de los años han trascendido evidencias de exageraciones en los informes y el uso de hipótesis descartadas por parte de la Administración Bush y su principal aliado, el Gobierno británico de Tony Blair.
Por otra parte, un estudio del prestigioso Centro para la Integridad Pública estadounidense cuantificó que Bush y algunos de los miembros más notables de su Ejecutivo habían hecho 935 declaraciones falsas en los dos años posteriores al 11 de septiembre de 2001. Según dicha investigación, esas afirmaciones «formaban parte de una campaña orquestada que galvanizó eficazmente a la opinión pública» y «condujo a la nación a la guerra bajo pretextos decididamente falsos».
En el caso del ex primer ministro británico, tras años de escándalos y acusaciones de haber exagerado la amenaza iraquí, el Informe Chilcot señalaba en 2016 que Blair había autorizado la invasión con pruebas de inteligencia «no justificadas» y «erróneas». El propio Blair había pedido disculpas por haber basado sus decisiones en información de inteligencia «equivocada», en una entrevista en la CNN en 2015.
Como demostraron las investigaciones posteriores a la invasión y consta en los informes oficiales de la inteligencia de Estados Unidos desde al menos 2006, Irak había destruido los principales arsenales de armas de destrucción masiva y había cesado su producción en 1991, con la imposición de las sanciones de la Guerra del Golfo. Ya en 2005, Powell admitía en una entrevista en la cadena estadounidense ABC que su comparecencia ante el Consejo de Seguridad de la ONU había sido un momento «doloroso» y que siempre supondría una «mancha» en su historial.
Pero aunque la certeza de que las armas de destrucción masiva no existían se produjo después de la invasión, las sospechas sobre la credibilidad de las tesis del Gobierno de Estados Unidos existían antes del inicio de la guerra. En concreto, las afirmaciones de Estados Unidos y el Reino Unido, apoyadas por España, no tuvieron el respaldo de los investigadores de la Comisión de Supervisión, Verificación e Inspección de las Naciones Unidas (UNMOVIC) y la Agencia Internacional de Energía Atómica (OIEA), quienes no habían encontrado pruebas de las citadas armas.
Sobre las consecuencias de estas actuaciones para el papel de la ONU, Colomina indica que «mentiras para justificar una guerra han existido siempre» pero, según considera, desde la Guerra de Irak ha habido una erosión del propio papel del organismo por la utilización del discurso sobre las armas de destrucción masiva para intervenir en conflictos.
Uno de los primeros motivos esgrimidos por la Administración Bush para señalar a Irak como un peligroso enemigo fue el presunto vínculo de su dictador, Sadam Hussein, con Al Qaeda y los atentados del 11 de septiembre de 2001. Para establecer esa vinculación, el Departamento de Defensa redactó y difundió «evaluaciones de inteligencia alternativas sobre la relación entre Irak y Al Qaeda», según determinó un informe del inspector general del Pentágono de 2007.
Esos análisis «incluían algunas conclusiones que eran contradictorias con el consenso de la comunidad de inteligencia». El director de la CIA en ese periodo, George Tenet, negó que la agencia hubiera podido verificar tal vínculo en el programa 60 minutos, de la CBS, en 2007. Anteriormente, en 2006, el propio Bush aseguró que Irak no había tenido «nada» que ver con el 11S, en contra de lo sostenido por su Ejecutivo en los meses previos a la guerra.
Otra de las denuncias realizadas por Estados Unidos con el apoyo del Reino Unido consistía en la supuesta compra de uranio a Níger en 1998 para fabricar armas nucleares, a pesar de que la CIA contaba con información que negaba esa hipótesis tras las investigaciones hechas en el país africano por el diplomático Joseph Wilson. Iniciada la guerra, Wilson publicó un artículo en The New York Times en que así lo explicaba, circunstancia que obligó a la Casa Blanca a admitir que había utilizado información errónea. Como represalia, el Gobierno desveló la identidad de la esposa de Wilson, Valerie Plame, que trabajaba como agente encubierta de la CIA, lo que acabó con el jefe de Gabinete de Cheney Lewis «Scooter» Libby condenado por obstrucción a la justicia y falso testimonio.