"Que parezca un accidente" es una frase que erróneamente se ha asociado siempre con Don Vito Corleone en la película El Padrino, aunque en realidad Marlon Brandon nunca llegó a pronunciarla. A Putin no le hace falta ni sugerirla, porque se le presupone. Como el valor en los soldados. La caída del líder de Wagner era, en realidad, una muerte anunciada. Una cuestión de días, semanas o meses, como ha ocurrido.
Sergei Prigozhin, antaño chef del zar ruso, debía vivir en una especie de delirio permanente, porque nadie en sus plenos cabales es capaz de pensar que desafiará a Putin con un golpe de Estado y luego quedarán tan amigos, como si tal cosa. El asesinato del líder de Wagner nos devuelve a las apasionantes novelas de la guerra fría de John Le Carré, donde todos sabían que el protagonista estaba muerto menos él. Con Prigozhin ha pasado lo mismo: se permitió chulear e insultar a los generales del Kremlin, algo impensable en los años del terror de Stalin, y se vino peligrosamente arriba intuyendo supuestas debilidades de Putin.
Sin embargo, todo era un espejismo. El zar ruso esperaba agazapado a que cometiera el último error. El mercenario se redimió parcialmente cuando consiguió tomar la ciudad ucraniana de Bajmut en una carnicería que recordaba al Stalingrado de febrero de 1943, cuando la ciudad era una sucesión de cráteres lunares y carne picada. Perdió a miles de sus hombres, pero tampoco perdió el sueño, que al fin y al cabo los mercenarios están para esto.
El golpe de Estado de hace dos meses ya fue otra cosa: ridiculizó ante el mundo entero a Putin y al jefe eso no le hace mucha gracia. A partir de ese momento, el zar ruso tiró del refranero popular y puso en marcha dos máximas: la venganza es un plato que se sirve frío y más dura será la caída. Sobre todo si derriban tu avión a 5.000 metros de altura.