Las angostas calles de la «mellah» (judería) de Marrakech, un barrio pobre, de profusión de casas de adobe en las que viven cientos de marroquíes, están llenas de escombros. Sus paredes no resistieron el terremoto del pasado viernes y ahora sus habitantes se ven forzados a dormir en la calle. «Le ha tocado a la gente más humilde, aquí y en el Atlas».
Abdelali Shouli, un veterano guía de Marrakech, resume así lo ocurrido en la «mellah», un barrio encajado en la medina (ciudad antigua) y de fisionomía diferente. Fundado en 1537, en él vivían miles de judíos en los años 60 (se calcula que 35.000 en todo Marrakech), pero con la creación del Estado de Israel comenzaron a irse y ahora quedan solo 3.000 en todo el país.
La «mellah» no es igual que el resto de la parte antigua de Marrakech. Sus casas tienen balcones, frente a los muros casi sin ventanas del resto de la medina musulmana, y hoy muchos están en peligro de colapso. Esto empujó a sus habitantes a salir del barrio. Ahora, en los soportales de la plaza de la Herrería, limítrofe con la judería, a la que se accede por pequeñas puertas que los judíos cerraban en el «shabbat», se amontonan familias enteras sobre mantas. Duermen, comen y se lavan en la plaza, no pueden regresar a sus casas.
Si no están derrumbadas, tienen al menos grietas que hacen temer la caída. Entre ellos está Youssef Belgharabya, un joven de 23 años con sombrero de paja y sonrisa fácil. Se dedica, cuenta a EFE, a vender pan y hacer malabares en la famosa plaza central de Marrakech. Su casa está completamente destruida. Youssef recorre con EFE sus calles hasta llegar a ella. Nada más entrar, todo son piedras de adobe en el suelo, en un espacio al aire libre del que sale una escalera que da a una primera planta, en pie como por milagro. Allí estaba, con su madre y hermano, cuando pasadas las once de la noche llegó el terremoto.
«Empecé a escuchar muchos gritos y luego no podía ver ni respirar por el polvo. Nos quedamos 20 segundos así, sin ver nada, y luego salimos. En el camino, sacamos a una mujer mayor de unos escombros», recuerda. En la judería, algunos, como la familia de Youssef, tienen las casas en propiedad, pero la mayoría están alquilados o las ocupan, indica este joven junto a su habitación, donde tiene guardado el monociclo con el que se gana la vida cada noche. Desde muy niño -no recuerda la edad-, acompañaba a los saltimbanquis de la plaza de Jemaa al Fna, y ahora protagoniza un espectáculo él solo. Luego se va a dormir a la calle, pero afirma que las autoridades les quieren echar de la plaza y llevar a un parque ante la celebración, a partir del 8 de octubre, de la cumbre del FMI.
En los últimos años, la «mellah» experimenta una ligera remontada, gracias a los «riads» (hoteles en pequeños palacios) rehabilitados y a las visitas cada vez más frecuentes de grupos de judíos provenientes de Israel. Tiene hasta una sinagoga en funcionamiento, también afectada por el seísmo. Cerca de ella está Mohamed Bichra, que poseía una casa familiar en la frontera de la «mellah», pegada a los muros del Palacio Bahía que se erige en uno de sus límites.
Hoy solo quedan uno escombros que sepultaron un coche. Una grúa retira el vehículo de entre las rocas y Mohamed explica que nació en esa casa, pero vive en Casablanca y el viernes no había nadie. No sabe qué harán con ella, solo sabe que no tomarán esa decisión «ni hoy, ni mañana». De vuelta en los soportales, con Youssef, sus habitantes enseñan un gatito pelirrojo con pocos días de vida. Es un superviviente, dice el joven malabarista. Saliendo del barrio, recuerda, su madre escuchó un maullido y lo encontró junto a una gata muerta. Ahora, los desplazados cuidan de él. Le van dando leche en una botella de plástico en su campamento improvisado.