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La economía de la envidia

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Pero no todo es maravilloso. La envidia siempre estuvo ahí, pero en los últimos años ha ganado presencia en entornos cada vez más amplios. En el trabajo, investigaciones recientes muestran que la envidia puede reducir la productividad, inducir al ocultamiento de conocimiento y buenas prácticas o erosionar la confianza entre colegas. Pero lo interesante es que este mecanismo micro —la incomodidad frente a los logros del otro— no se queda en la oficina. Se traslada a nuestras decisiones de consumo, a las políticas públicas y, en última instancia, a la dinámica de las economías.

La teoría económica ya lo había anticipado. Thorstein Veblen habló de consumo conspicuo: gastar para mostrar estatus más que para disfrutar. Hoy, el fenómeno se amplifica en redes sociales (Instagram o TikTok), donde las vidas editadas intensifican la comparación. También en periódicos y newsletters que, con rankings, listas de millonarios o relatos de éxito, alimentan diariamente la lógica comparativa. Incluso cuando introducen el matiz —«pero no todo es maravilloso»— siguen marcando el estándar de lo aspiracional. La envidia explica así buena parte de la demanda de bienes de lujo o tecnología: el valor no reside solo en la utilidad, sino en la capacidad de distinguirse. En este sentido, es un motor de consumo, aunque con riesgos de sobreendeudamiento y frustración.

En la esfera pública, la envidia influye en el apoyo a políticas de redistribución. Numerosos estudios muestran que, en ocasiones, el respaldo a impuestos progresivos no nace de un ideal abstracto de justicia, sino del deseo de frenar la prosperidad ajena. Algo parecido ocurre entre territorios. Regiones y países observan lo que hacen sus vecinos: si uno reduce impuestos, construye infraestructuras o subvenciona sectores, los demás se sienten presionados a imitarlo. Esta envidia interterritorial puede estimular la inversión, pero también generar ineficiencias.

No toda envidia es destructiva. Existe una versión benigna, cercana a la emulación: «quiero llegar donde tú estás». En el terreno macroeconómico, esta forma de envidia explica procesos de catching up: países rezagados que, comparándose con los países líderes, impulsan reformas e innovación. Japón en el siglo XX, o más recientemente Corea del Sur, supieron convertir la comparación en motor de crecimiento. La envidia maliciosa, en cambio, erosiona capital social y confianza institucional. Socava la cooperación, multiplica el resentimiento y frena proyectos colectivos. En macro, se traduce en populismos que prefieren castigar al exitoso antes que construir oportunidades.

La envidia es incómoda, pero ignorarla es ingenuo. Desde la micro de la oficina hasta la macro de los mercados y la política, moldea nuestras decisiones. La clave no es eliminarla —imposible—, sino canalizarla: de veneno que destruye cohesión a estímulo que fomente innovación. En última instancia, la economía, como la vida, es siempre un juego de comparaciones. Lo decisivo es qué hacemos con ellas.

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