Amodorrada frente a un campo de golf, viendo los toros desde la barrera, –porque cuando se trata de los herederos bilderbergs es menos pernicioso hacerlo con una zanja de por medio–, ocurrió. Solitaria, estilizada para la edad, guantes blancos impolutos, pantalones crema impecables, polo sin mangas color tez y espalda envidiablemente recta hasta comenzar la posición de dificultad que requiere el hoyo 7.
Curvatura gradual perfecta y zas!, hasta nueve pelotitas blancas sumergidas en el lago ante el búnker de arena, e incapaces de alcanzar el green. La turista de alto nivel enfurruñada en mejorar su swing gasta la mañana en conquistar los verdes socavones. Así las cosas, me invade el pensamiento concreto y preconcebido que decreta dos clases que no habitan precisamente en dos universos paralelos. Horas después, el descubrimiento de Punset de un desmontador de mitos, el profesor de Salud Internacional Hans Rosling, abre los ojos de los telespectadores de La 2 con respecto a la evolución mundial y el camino de crecimiento a la inversa de las naciones. Todo un válido replanteamiento de los países industrializados.
Asimilado que prefijar las pautas de un individuo, colectivo o territorio geográfico concluye en medias verdades, aplico la teoría Rosling al arte y me espanto. La mayoría de jóvenes creadores están condenados a abrirse paso en el mercado a trompicones.
No les basta el talento, pues –al igual que la lucha entre estados– desbancar a un grande es complicado. Aunque afortunadamente aún hay espacios que apuestan por los noveles, y que duren...
Algunos son criticados por saltarse las normas, de nuevo, preconcebidas. Mientras una parte de los consagrados está en racha y vende pese a la crisis, los recién llegados lanzan la pelota como nuestra golfista -también hasta nueve veces o más, si hace falta– con el fin de asomarse al sector sin que el gesto de: "pinto mal para poner en evidencia la mala pintura" sea prejuzgado como la caprichosa rebeldía de una nueva generación de artistas.