Quien dice vivir en permanente conflicto con las palabras es, al fin y al cabo, un maestro del lenguaje. Su curiosidad-perplejidad ante los misterios de los vocablos comenzó, cuenta, ante el inexplicable hecho de que, por ejemplo, un colegio solo para chicas no sea una colegia, o que una silla no sea un sillo cuando en ella se sienta un hombre.
Juan José Millás, escritor y periodista, ofreció ayer en la Casa de Cultura de Ciutadella una conferencia que más bien debería definirse como un homenaje a unas palabras que le desconciertan a la vez que le apasionan, y a las que ha domesticado en numerosas ocasiones para dar forma a novelas y artículos que le han valido un merecido reconocimiento.
De entrada, Millás desmonta un mito, asegurando que no es el hombre quien conquista el lenguaje, sino al revés. "Cuando somos pequeños, creemos que conquistamos las palabras, y no es así. Somos nosotros los que somos colonizados por el lenguaje", cuenta. Y es en este proceso de colonización cuando, en su caso, surgieron los primeros interrogantes, y una pregunta existencial. ¿Por qué una cosa tiene un determinado nombre y no otro?.
"Mi conflicto surge por la extrañeza que me producía descubrir que la relación entre la palabra y la cosa que nombra es arbitraria. No hay nada que nos justifique (relata mientras señala la escalera en la que estamos sentados) que a esto le llamemos barandilla y no de otro modo. Y en cambio, esta unión entre vocablo y cosa acabe siendo muy sólida".
A veces, esta asociación produce contradicciones aparentes. Por ejemplo, afirma el escritor, no entiende como una palabra como sentina, tan bella para él, "puede estar ligada con las cloacas de los barcos". O en otras conferencias, Millás recordaba que, de niño, pensaba que una retención de líquidos era lo que hacía una vecina suya que, en la época del hambre, tenía la bañera llena de aceite. Con notas de humor, el escritor valenciano fue desnudando su pasión por las palabras, a pesar de que las ve como una frontera entre la persona y la realidad.
"El lenguaje es fantástico porque nos permite relacionarnos con la realidad, pero nos impone unos límites tremendos. Las palabras son un corsé, te ponen en contacto con la realidad pero también limitan ese contacto", explica. Ahora bien, Millás admite que este corsé es de esos que aprietan, pero no ahogan.
A un esclavo de las palabras como Millás -bendito esclavo-, no le pasa desapercibido el momento actual del lenguaje que, digámoslo finamente, no es el mejor de su historia. Colaborador en la radio, columnista en la prensa, escritor... Desde su perspectiva, este valenciano afincado en Madrid sentencia que "se descuida mucho el lenguaje, se habla cada vez con un vocabulario cada vez más pobre, y se escuchas la radio, puedes oír unas construcciones sintácticas que a veces son desastrosas".
Alguien podría pensar que un pensamiento así procede de los delirios de un amante de la prosa, pero ya se encarga Millás de recordar que el cuidado del lenguaje no solo obedece a criterios estéticos, sino que tiene consecuencias que van mucho más allá. "Una sociedad que no habla bien y no escribe bien, tampoco piensa bien", espeta. Y si aplicamos esta máxima al mundo que nos rodea, el diagnóstico del escritor es claro y contundente: "Esta sociedad escribe fatal y por lo tanto piensa fatal".
Millás, con sus gafas que recuerdan a Woody Allen, encandiló ayer al público de Ciutadella. No en vano, si alguien puede hablar con conocimiento de causa de las palabras es él, ese niño que, en su primer día de clase -según ha explicado en alguna ocasión- creyó oír como sus compañeros respondían "Vicente" cuando el profesor pasaba lista. La cosa era lógica, puesto que Vicente era el director del colegio, y él fue contestando Vicente cada vez que el profesor pasaba lista y se extrañaba porque los demás entendían que decía presente. Por eso, la perplejidad fue máxima cuando hubo relevo en la dirección del colegio y entró un tal Federico y él, perspicaz como pocos, cambió el "Vicente" por el "Federico" cuando pasaban lista. Se puede decir que ahí, empezó su conflicto con las palabras. ¡Bendito conflicto!