De París a Ciutadella. Ése fue el gran salto que dio André en la década de los 70. Abandonó la gran ciudad, donde trabajaba en unos laboratorios, para empezar una nueva vida en la Isla, donde ya ha pasado más tiempo que en su país natal.
¿Qué le trajo hasta aquí?
— Cuando era joven mantenía correspondencia con un menorquín porque compartíamos la afición de coleccionar sellos. Con el paso del tiempo vine a visitarle de vacaciones y así es como conocí a su prima . Luego volví en varias ocasiones de visita por la chica, que hoy es mi mujer y madre de mis hijos, no por mi amigo (risas).
Así que la culpa, en parte, de que lleve tantos años en la Isla la tuvieron los sellos.
— Sí, es una afición que todavía mantengo. Pertenezco al Club de Filatelia del Cercle Artístic y formo parte de la junta directiva.
¿Qué le pareció la Isla cuando llegó por primera vez?
— Un lugar muy bonito, visto por los ojos de un joven de 18 años. Poco a poco, con el paso del tiempo he ido aprendiendo a apreciar cada día más Menorca.
Sin embargo, siendo tan joven supongo que regresaría a su país.
— Sí. Estuve yendo y viniendo varios años de vacaciones hasta que un momento decidimos vivir juntos. Nos planteamos quién tendría que trasladarse, y al final me tocó a mí. Aquello fue en 1978, pero yo ya llevaba unos años antes visitando la Isla, desde 1966 concretamente.
¿Qué Menorca se encontró entonces?
— En aquel tiempo en la Isla había caballos tirando de los carros. Eran otros tiempos, había muy pocos coches. No había semáforos, y recuerdo a un policía dirigiendo el tráfico en la Plaça des ses Palmeres, delante del Molino. En realidad supuso un cambio muy grande respecto a Francia. Cuando llegué por primera vez las diferencias eran muy grandes, pero cuando vine para quedarme ya había cambiado mucho, los diez años se notaron.
Una vez instalado en la Isla, ¿cómo fue el proceso de adaptación?
— Fue bastante fácil. Llegué a principios de mes y a las dos semanas ya tenía trabajo. No hablaba nada de menorquín y muy poco castellano, pero empecé de dependiente en una tienda de Ses Voltes, un negocio en el que se vendía un poco de todo.
¿Se hizo rápido con el idioma?
— Como tenía que hablar con la gente todo el tiempo progresé bastante rápido; hablaba mal al principio, pero poco a poco lo conseguí. Al cabo de un año y medio me apunté a clases de catalán.
Veo que habla menorquín perfectamente…
— Sí. Al principio a mis hijos les hablaba en francés, pero nunca me contestaron en ese idioma (risas). Aunque sí que lo hablan.
Laboralmente no tuvo problema, ¿socialmente le resultó también sencillo?
— Sí, pero fue gracias a las amistades y a la familia de mi mujer. Así entré en el círculo, y es por eso que tuve prisa en hablar el menorquín, era fundamental para integrarse. Fue un proceso fácil. Antes de instalarme aquí mi mujer también se planteó ir a vivir a Francia. Pero el problema era que aunque yo soy del norte de Francia, ya trabajaba en París y vivía allí solo. Y eso la frenó mucho, porque allí no teníamos una red familiar.
De París a Ciutadella, un cambio de vida total.
— El gran cambio fue pasar de soltero a casado. Eso sí que me cambió la vida, en realidad venir aquí fue un proceso que se hizo junto.
Lleva prácticamente toda su vida viviendo en Menorca.
— Mucho más tiempo aquí que en Francia. Me siento muy menorquín.
¿Qué echa de menos de su país?
— La familia, claro. Creo que es lo único. Tengo hermanos y hermanas que mi visitan y me traen algunas cosas de comer. La verdad es que echo pocas cosas de menos, creo que eso es porque me he adaptado muy bien.
En Ciutadella se le conoce por haber regentado durante mucho tiempo una juguetería. ¿Como empezó en ese negocio?
— Ya había trabajado en la juguetería de Ses Voltes. Un día encontré otro negocio de ese sector que se traspasaba, nos pusimos de acuerdo y me instalé por mi cuenta.
¿Y cómo le fue en el mundo de los juguetes?
— Muy bien. Los primeros cuatro años lo llevé solo, y después mi mujer, que trabajaba en una guardería, se pidió unos años de excedencia y vino conmigo a la tienda. Estuvimos juntos hasta el final del negocio. Compraba juguetes de la Península, pero también a algunos carpinteros de la Isla que me hacían algunas cosas y otros artículos.
¿Cuál fue el juguete estrella?
— Las cocinas de madera de un carpintero que solo las fabricaba para mí, una tienda de Ferreries y otra de Maó. Entre los niños triunfaba más los Playmobil; tenía una tienda muy especializada en Lego. Luego cada año hacía una promoción de puzles: en 15 días podía vender 150 puzles, para niños pero también algunos para mayores de 10.000 piezas. A mí también me gustan, pero yo el máximo que hacía era de 1.000 piezas.
Es un sector que ha evolucionado mucho en los últimos tiempos hacia la tecnología. ¿Qué opinión le merece?
— Va con la evolución propia del mundo. Mis hijos no jugaron con lo mismo que yo y los hijos de mis hijos jugarán con cosas muy diferentes. Siempre he tenido una predilección por los juegos de montar y construir cosas para hacerlas funcionar. Por ejemplo, hoy en día Lego ha introducido también la tecnología para hacer funcionar las cosas a través de la informática. Ahora se combina lo moderno y lo tradicional.
Juguetes para los niños y para usted los sellos. ¿Sigue cultivando esa afición?
— Empecé a coleccionarlos a los 12 o 13 años, y al igual que el mundo, y como decía que también pasaba con los juguetes, el campo de la filatelia también ha evolucionado. Antes era encontrar los sellos y ponerlos en la casilla del álbum, y hoy en día es más buscar un sobre con el matasellos. Aquí formo parte de un grupo, en el Cercle Artístic, que compartimos la afición y hacemos exposiciones.
¿Cuántos sellos tiene en su colección?
— No lo sé exactamente, pero miles. De Francia tengo algunos muy buenos. Los más preciados de mi colección pueden costar unos 200 o 300 euros.
¿Me han comentado que es una persona muy activa?
— Sí, los lunes también voy al Esplai de la Caixa como voluntario del aula de informática, y allí ayudo a los usuarios a resolver las dudas que puedan tener. Pero mi gran afición de jubilado es ir por las mañanas al huerto a cultivar mis productos, tomates, judías, pepinos, melones sandías, todo para autoconsumo y con ello comemos tres familias. Por las tardes me gusta salir a caminar, que es otra actividad que me gusta mucho. Durante todo el año hago excursiones con un grupo de amigos del Club de Jubilats del Camí de Maó. Ya por las noches, me gusta ponerme con el ordenador.
¿Qué es lo que más le gusta de vivir en Menorca?
— El ambiente, la gente, los paisajes, la tranquilidad… En cuanto a la construcción se puede decir que se ha respetado, pero en verano está demasiado masificado. Creo que se podría traer mucha más gente en invierno para que disfruten de actividades como el senderismo, pero hay que cambiar muchas cosas, como las infraestructuras y los vuelos.
¿Ha recorrido el Camí de Cavalls?
— Sí, varias veces. Es una experiencia muy buena, y cada vez que lo hago descubro cosas nuevas. Cambiando solo el sentido de la ruta, ya parece muy diferente cada tramo; solemos alternar. Cada semana hago una etapa, y el recorrido completo en 16 tandas.
¿Cuál es su favorita?
— La más difícil, la que va de Binimel·là a El Pilar.