Año de nacimiento
— 1967.
Actualmente vive en...
— Cala en Blanes, Ciutadella.
Llegó a Menorca...
— Por primera vez en 1992 y se instaló definitivamente dos años después.
Estudios
— Bailarina profesional. Actualmente trabaja como cocinera.
Familia
— Casada y una hija.
Su lugar favorito de la Isla es...
— Cualquier paisaje verde.
En la década de los 60 en la Unión soviética, como agradecimiento por haber estudiado una carrera gratis, uno vivía donde le necesitaba el Estado. Es por ello que Irina nació en Siberia, donde su madre había sido destinada para trabajar como profesora de lengua y literatura rusa. Pero una vez cumplido «el pacto», a los tres años la familia regresó a Moscú. Una ciudad en la que vivió hasta los 25 años, cuando en 1992 hizo las maletas para incorporarse a un ballet ruso de gira por España. Durante un tiempo se movió entre Canarias, Mallorca y Menorca, donde conoció a quien es su marido y padre de su hija, un cordobés que hace tres décadas que vive en la Isla, «otro menorquín con acento», bromea la bailarina.
Menorca fue su último destino.
—Sí, un lugar del que me llamó la atención la gran calidad de vida que había y el lugar tan bonito que es. Mira que llevo aquí años y lo sigo apreciando cada día que pasa. Lo que me frustra es que el gobierno de aquí no explote un lugar como éste como toca, que se centren en el turismo barato, en el de sol y playa; Menorca necesita turismo de calidad, sin que sea masivo.
¿Cree que sería lo ideal?
—Sí. Cuando hace unos años llegó el turismo ruso todos decían que era un destino alucinante, les llamaba mucho la atención la tranquilidad y el relax que hay aquí.
Los rusos vinieron y con las mismas se marcharon. ¿Qué pasó?
—Pues que quebró el touroperador y no hubo continuidad. Yo creo que el turismo ruso tiene cabida en la Isla, pero el de calidad.
¿Cómo fue la experiencia de su llegada a la Isla?
—Estuvo bien. Me llamó la atención la cantidad de niños que había en los hoteles, yo decía ésta es la isla de los niños; mira que había trabajado en muchos hoteles, pero nunca había visto tantos como en Menorca. Pero hay que decir que entonces el 90 por ciento de los turistas era de Inglaterra, ahora la cosa ha cambiado.
Este año han pinchado un poco los ingleses…
—Bueno, es que hay destinos mucho más baratos y con los que no podemos competir, como Turquía o Egipto, por ejemplo.
A Menorca llegó para bailar y lo siguió haciendo.
—Sí, pero unos años después monté mi propia empresa. Empecé con tres bailarines rusos y llegué a tener 66 artistas trabajando para mí en hoteles de Mallorca, Menorca, Eivissa, la Costa Brava y Canarias. Trabajaba para la empresa mallorquina Romantic Corporate, ellos eran los que me encargaban los espectáculos y yo los montaba, con el producto completo, vestuario, dirección, coreografía… Lo hacía todo yo, y la verdad es que era bastante trabajo.
Montó un buen negocio.
—Sí, pero quebró con el famoso ‘todo incluido'. Los hoteles dejaron de tener dinero y ya no podían pagar espectáculos de calidad, solo productos más baratos. Y yo trabajaba con un tipo de producto muy distinto al que comenzaron a demandar.
Pero fue una buena experiencia profesional.
—Sí que lo fue, y se acabó hace siete años. Fue duro, porque te quedas si trabajo y no tienes otro oficio que no sea al que te has dedicado toda tu vida. Y 45 años es una edad difícil, pero tuve suerte.
Se reinventó.
—Sí, gracias al Estado español, ya que puede hacer un curso del Inem para formarme como ayudante de cocina. Comencé de prácticas y desde entonces ya he ascendido hasta jefa de partida.
Sí que ha prosperado.
—Sí, gracias al lema de mi vida. Para mí no existen la palabras «no puedo», existe la frase «no quiero». Es cuestión de proponérselo, hay que querer y puedes conseguirlo. La vida da muchas vueltas y hay que levantarse e ir para adelante.
Hábleme de sus orígenes.
—Mi madre empezó como profesora y luego saco la carrera de ingeniera física y nuclear, toda su vida trabajó en temas relacionados con las estaciones nucleares, hasta que al final acabó como directora de ventas de una empresa de derivados de petróleo y dando clases particulares de inglés, preparaba a la gente para entrar en la universidad. Era una persona muy preparada.
Pero su hija se inclinó por el lado más artístico.
—Sí, me salió la vena más de mi padre, que trabajaba en un instituto de ciencia pero llevaba el arte dentro, dibujaba muy bien, tocaba la trompeta muy bien y otros instrumentos. Mi madre era más cuadrada, siempre decía que la asignatura más simple son las matemáticas (risas). Hay que tener en cuenta que yo nací en tiempos de la Unión Soviética.
¿Qué recuerdos tiene de aquella época?
—Hay cosas buenas y malas.
Hablemos de lo bueno.
—Había una muy buena educación. La mayoría de las chicas teníamos que tocar el piano, yo aprendí por obligación, pero a largo plazo te das cuenta de que es algo bueno saber hacerlo. Acabé mi carrera de danza con el diploma rojo, con honores. Pero llegó un momento en el que no podía seguir estudiando, tenía que trabajar; es verdad que la carrera es gratis, pero hay muchas cosas que pagar. Y fue cuando monté una academia en Moscú y pude retomar mi formación como directora de obras teatrales, pero no terminé porque ya me vine para España.
¿Y lo malo?
—No sabíamos que existía otro mundo, porque nos hacían creer, y lo creíamos, que lo que teníamos era perfecto e imposible de mejorar. La primera vez que salí, en 1992, impresionaba ver cosas como los supermercados. Salir supuso un choque, porque si en la vida cotidiana tienes que esperar una cola de tres horas para comprar un kilo de huesos con carne, hablando claro, el cambio es grande.
¿Y lo de venirse a España cómo surgió?
—Pues a través de un grupo de amigos que estudiamos juntos. Cuando me lo propusieron me dije a mí misma «pero a dónde voy yo», que ya tenía más de un centenar de alumnos en la academia. Pero el hecho de que me separara por aquel entonces de mi marido me animó a dar el paso. No tenía nada que me atara y decidí cambiar de rumbo.
¿Qué ha supuesto la danza en su vida?
—Lo ha sido todo. Con seis años empecé en una academia y a los diez entré en la escuela estatal, donde permanecí hasta los 19. Es como una olla en la que se va cocinando poco a poco, y no significa que todos los que entran vayan a salir, pero los que lo hacen ya están envenenados para toda la vida.
¿Se ganaba uno bien la vida siendo bailarín en Rusia?
—Bueno… Depende de la suerte, pero se podía sobrevivir siendo artista.
¿Qué me dice de la situación actual en el país?
—Es mucho más abierto pero continúa habiendo una dictadura. Sigue habiendo gente muy pobre y casi no existe la clase media. Los pensionistas, por ejemplo, ganan muy poco, están obligados a trabajar porque si no, no sobreviven;
y los profesores antes ganaban bien, pero ahora un operario de un banco gana el doble que ellos o que un médico.
¿Qué echa de menos?
—A mis amigos, pero la vida de allí no. Una vez al año suelo pasar un par de semanas, siempre en invierno, y por eso sí que echo de menos a veces el verano de Rusia, con sus 25 grados.
Un país que también se está convirtiendo en una potencia turística.
—Sí, con una oferta muy diferente y muy amplia, y no estamos hablando de turismo de sol y playa, es un turismo de una gran riqueza cultural; en mi casa podía faltar un trozo de carne pero nunca faltaba un libro.
¿Libros afines al régimen?
—Esos libros había que tenerlos sí o sí. Hasta yo en mi academia tenía que montar los bailes que me decían, con la música patriótica. Podías hacer montajes que te gustaran también, pero en algunas cosas no podías fallar.
Una vez en España, supongo que lo regional y patriótico sí que tendría tirón.
—Los primeros años sí que trabajamos con el folclore ruso, pero el mercado se cansa rápido. Luego me encargaban de todo, hasta claqué irlandés. Sin problema. Hay que decir que los bailarines rusos tenemos una base estupenda.
¿Qué le gusta de Menorca?
—Su ritmo de vida tranquilo. Es un lugar que simplemente me gusta. Al principio trabajaba tanto que tenía poco contacto con la gente de aquí, pero luego cuando empecé a trabajar de cocinera sí que comencé a conocer mucha más gente. La primera impresión que me llevé en España, tanto de Canarias como de Menorca, es el cielo azul, casas blancas y todo el mundo con una sonrisa. Eso no pasa en Rusia.