Me preguntaba un buen amigo ¿por qué los accidentes de vuestros magníficos especialistas en explosivos se producen en campos de maniobras más que en el campo de batalla? Se refería al trágico accidente que segó la vida a tres suboficiales de la Legión en su base de Viator, en Almería. Contesté rápido con una frase de la que hacemos uso frecuente las gentes de armas. Dice una vieja máxima: «Instrucción dura guerra blanda; instrucción blanda, guerra dura». Como todo en la vida, cuando te preparas para lo peor, lo normal se presenta llevadero. Luego me extendí con una simple comparación: ¿cuántas horas ha dedicado un cirujano cardiovascular al estudio, a la especialidad, a las prácticas? Años. Sí, años antes de que pueda hendir su bisturí en un corazón enfermo. Los desactivadores de explosivos reglamentarios o improvisados, ya sean de las Fuerzas Armadas, de la Guardia Civil o de la Policía Nacional, necesitan años de estudio y práctica como los cirujanos. Pero además asumen un significativo plus de peligrosidad que los diferencia de los médicos. El cirujano seguramente operará con urgencia ante la necesidad de salvar una vida. Pero ahí termina la parte más importante de su trabajo, sin más límites que su propia conciencia, su código ético profesional y la enorme satisfacción de salvar una vida. No es normal que asuma más riesgos, aunque los hay a veces colaterales de carácter administrativo o jurídico. Casi todos admitimos que pueden existir errores porque nuestras vísceras no son constantes matemáticas de las que se ocupan unas ciencias llamadas exactas. No hay nada que pueda considerarse exacto en el corazón de un enfermo.
Pero los desactivadores, que tienen en común el utilizar sus particulares bisturís, tienen que operar bajo la presión del tiempo, que exige actuar con eficacia y seguridad ante el aviso de una bomba en un colegio, en un edificio público, en un centro comercial, o en la afgana ruta Lhitium. Es más. Este riesgo les alcanza también a ellos mismos.
Imagine el lector cómo se siente una persona que sólo depende de su preparación de su temple y de sus herramientas, ante el peligro que representa un artefacto que ponga en peligro la vida de una treintena de niños o a una decena de familiares de una casa cuartel. O cómo se desactiva una bomba lapa puesta en un coche en un repleto aparcamiento de Barajas.
Los Brigadas D. Antonio Navarro y D .Manuel Velasco y el Sargento D. José Francisco Prieto sabían de sobra cómo se montan todo tipo de trampas explosivas, especialmente en Afganistán donde aún seguimos comprometidos. Sabían que hasta en una garrafa, en un teléfono móvil trucado o en el pinchazo en un coche parado en la carretera, había peligro. Entre los tres sumaban todas las misiones que han afrontado las Fuerzas Armadas en las últimas décadas: Bosnia, Kosovo, Líbano, Congo, Kurdistán, Irak, Afganistán... Repito siempre que se ha forjado una magnífica generación de mandos y tropas con enorme experiencia. Hoy tienen compañeros en Malí. Sabían de sobra que sus compañeros de otras armas los necesitaban para limpiar rutas, para despejar caminos. Sabían que debían transmitir confianza mediante una media sonrisa y la eficacia en su trabajo. Sabían que para ser eficaces en segundos debían trabajar antes durante semanas y meses.
Hombres tranquilos, más propensos al trabajo individual que al colectivo, poco amantes de exhibiciones, normalmente no daban –es la mejor característica del héroe– la menor importancia a su trabajo. La Legión llora y llorará su ausencia con la fuerza que le imprime su espíritu de cuerpo, éste al que la muerte «ha herido con zarpa de fiera». Pero saben que la muerte no es el final. No va a ser fácil llenar su hueco, ni para sus familias ni para sus compañeros, pero la cohesión de su Unidad lo conseguirá.
Ayer, Miguel Temprano, presidente de los Legionarios de Honor, les dedicaba unas emocionantes palabras. «Son gente ruda, noble y arriesgada; son un puñado grande de valientes. Son hombres con un sentido del deber que les lleva a dar su vida por los demás y por España». Él, que había convivido con ellos en Líbano y en Afganistán, era testigo directo de su imprescindible trabajo en beneficio de los demás. Es difícil resumir tan bien, tanto sentimiento, tanta cercanía, en el fondo, tanto respeto. Ellos habían elegido el puesto de mayor riesgo y fatiga de acuerdo con los que nos demandan nuestras Ordenanzas y en el camino habían encontrado la muerte. ¡El Cristo de la Buena Muerte los guarde entre sus brazos!
Publicado en "La Razón" el 22 de mayo de 2013