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El complicado devenir del tratamiento del alzheimer

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A final del año pasado la agencia americana la US Food and Drug Administration (FDA) aceleró la aprobación de un fármaco, que aunque no novedoso (existían otros de su familia) daba resultados prometedores en la cura del alzheimer; se trataba del lecanemab, un anticuerpo monoclonal que era capaz de reducir el acúmulo de las placas β-amiloides y los ovillos neurofibrilares en el cerebro, elementos éstos causantes de la alteración cognitiva inicial y de la demencia en personas con esta enfermedad. Se abría, por tanto, un tratamiento esperanzador.

Y si bien es cierto, que no era una familia nueva, pues ya se conocía otro fármaco, el donanemab de esta familia, que ya había demostrado algunos beneficios en la pérdida de cognición    y la capacidad de desarrollar actividades diarias en estos enfermos; el lecanemab, sin embargo, lo superaba, así que sus resultados se consideraron importantes, de modo que la noticia se difundió en los medios de comunicación (personalmente lo recogí en mi blog personal «Quid pro quo») como un momento histórico en el tratamiento de esta enfermedad, aunque, hay que decir que sus efectos clínicos reales fueron leves y no exentos de efectos secundarios, y todo ello a un precio prohibitivo. Es decir, hubo mucho ruido pero, lamentablemente, pocas nueces. Sí que es cierto que se consolidó una familia    interesante y un campo de estudio que puede dar de sí en el futuro.

Y este es un poco el problema del tratamiento del la enfermedad del alzheimer hasta el momento, que los beneficios de las medicinas aconsejadas son escasos y a veces los efectos secundarios y el coste    del fármaco podrían aconsejan su retirada en ciertos pacientes.

No quiero aburrirles con nombres, pero siendo ésta una enfermedad sin cura posible, el tratamiento hasta el momento se reduce a pocos fármacos, a los conocidos como los inhibidores de la colinesterasa (donepezilo, la galantamina o la rivastigmina) y la memantina, que tratarían los síntomas de la enfermedad al corregir el déficit bioquímico de ciertos neurotransmisores en el cerebro retrasando la evolución de la enfermedad. Ahora bien, no la detienen ni la curan, de modo que su efectividad (mejora de la cognición) y sus efectos adversos (generales como pérdida de peso, gastrointestinales... y locales a nivel mental) en ocasiones no justificarían su prescripción.

Esta afirmación que hago no es gratuita y expresada por    un médico de familia, pues ya hace tiempo que la American Academy of Neurology (2018) era de esta posición, al tiempo otros grupos como la Comisión de Lancet (2020) en su «Dementia prevention, intervention, and care: 2020 report» o laCochrane (2021)...aunquevaloraban    sus beneficios eran cautos en las indicaciones de su prescripción.

Unas cautelas que estaban en consonancia con la sociedad de geriatría americana, la American Geriatrics Society's que en su campaña de «elegir sabiamente» («Choosing Wisely®») recomendaba: «No prescribir inhibidores de la colinesterasa para el tratamiento de la demencia sin una evaluación periódica de sus posibles    beneficios cognitivos y de sus efectos gastrointestinales». Es decir, que dado que los beneficios limitados de estos fármacos, el hecho de tener efectos secundarios y ser una medicación costosa, y básicamente para el inicio de la enfermedad, exigiría una evaluación periódica que valorara el coste/beneficio de su mantenimiento.

Algo que en nuestros sistema en buena medida colapsado no es fácil de garantizar y más pensando que se trata de una enfermedad larga y crónica, que exigirá múltiples controles y que al final el beneficio de estos fármacos será básicamente a corto plazo tanto en la memoria como en el mantenimiento de las actividades de la vida diaria. Pues, a medio o largo plazo su acción sobre la calidad de vida de estos pacientes, lo que más preocupa que a las familias, es poco destacable.

En fin, queda un largo camino por recorrer.

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