El otro día me acerqué a Ca n'Oliver a visitar la exposición de marinas de Francesc Hernández Monjo (Maó, 1862 – Barcelona, 1937). La exposición, en los sótanos de aquella casa noble mahonesa, estaba un poco apretada. Pensada para llenar la espaciosa y luminosa sala del Roser de Ciutadella, en Ca n'Oliver faltaba el aire y la luz. Es una sensación que no me había sucedido con otras exposiciones; pero las marinas te piden dos cosas: aire y evocación del espacio.
Hernández Monjo fue un gran pintor de marinas. Un especialista del género. De biografía poco conocida, interesado en la música y las tradiciones, un hombre modesto, muy de aquella época entre dos siglos. Un pintor apreciado en las casas de subastas, donde por sus obras han participado 276 veces. Él viene de una tradición centenaria de pintores de vistas del puerto de Maó. Pero Hernández Monjo superó los límites físicos del puerto y salió a pintar a mar abierto. Él mismo abandonó la isla y se fue a vivir a Barcelona, sin olvidar nunca sus orígenes menorquines. Allí conoció a Eliseu Meifrén, del que se hizo un fiel seguidor.
Hernández Monjo pintó grandes cuadros, magníficos, de aguas vivas por las que navegan tanto veleros como buques a vapor, en ese encuentro de cambio tecnológico que le tocó vivir. También tiene pequeños cuadros de mares en calma, donde se reflejan, como un espejo, las luces suaves del atardecer. Me impresionan sus cuadros grandes y amo los pequeños. En los cuadros grandes se escucha el mar y en los pequeños se escucha el silencio. En los primeros manda el realismo y en los segundos el sentimiento, la poesía.
En las marinas grandes nos muestra la fuerza de la naturaleza en el mar, retando las capacidades humanas para domesticarla. Es una lucha de poder. El pintor acostumbra a dedicar más de medio cuadro a pintar las olas de una mar en movimiento, arriba el cielo con nubes arreboladas y, en medio, un barco avanzando poderoso, con gallardía, velas henchidas o altas chimeneas expulsando un humo negro. Otras veces aquellos barcos se encuentran en el puerto y, entonces, el pintor juega con el contraste con las pequeñas embarcaciones a vela o a remos. La calidad de su pintura hace que todo en el cuadro esté vivo: el mar, el cielo, los barcos. Vivo y en armonía con la naturaleza, con una visión de respeto y equilibrio.
Hernández Monjo siguió la tradición de pintores menorquines de marinas de siglos pasados, como Chiesa o Joan Font, y se proyectó hacia el siglo XX en jóvenes pintores enamorados del mar. El puerto de Maó ha sido motivo de inspiración para muchos, como Vives Llull, Poch Romeu, Zulema o Toni Arcas; mientras que por el poniente de la isla son más de pintar playas y calas. Entre mis preferidos están las marinas de Torrent, Arturo Pascual, Pacífic y Jaume Bagur. Para cada uno de ellos, el mar es un personaje distinto. Para unos es un mar dulce, transparente y de aguas turquesas; mientras que para otros el mar puede ser oscuro, agitado por los vientos, presagio de temporales. Las barcas reposan fondeadas, atracadas en los muelles o surcando ese mar. El pintor juega a atrapar ese instante, ese momento mágico de fuerza o de calma, con las barcas reflejadas en el espejo vivo de las aguas o surcando los mares.
Desde siempre se ha representado en la pintura el mar y las embarcaciones. Desde las cerámicas griegas, con sus imágenes de Ulises o Jasón, hasta nuestros días: mar, barcos, marineros y aventuras vitales y simbólicas. Fue en el siglo de oro holandés cuando se pintaron las más hermosas marinas, rindiendo un homenaje a su fuente de riqueza comercial; luego los alemanes les añadieron a las marinas su visión romántica, viendo el mar como algo sublime, una muestra de la grandeza divina y expresión de los sentimientos humanos. Más tarde los franceses aportaron la proximidad cotidiana del impresionismo. Y así hasta hoy, compartiendo la pintura con la fotografía esa expresión de la belleza hipnótica, los misterios y emociones que nos provoca el mar. El mar puede ser todo lo que quieras sentir e interpretar.
El mar evoca tantas cosas… expresa tantos estados de ánimo…
En Menorca miramos mucho el mar (tanto como miramos de dónde viene el viento). El mar está siempre ahí, abrazando fiel la isla, limitándonos y también protegiéndonos. Ver el mar es tener la inmensidad al alcance de la vista. En Maó muchos vecinos se acercan a miradores a contemplar el puerto. Siempre se nota vida, aunque el puerto esté tranquilo y siempre nos sorprende con una luz diferente. En Ciutadella muchos vecinos se acercan hasta el Castell de Sant Nicolau a contemplar el mar abierto. Son costumbres, rutinas vitales. Algo buscamos mirando el mar y algo nos da.
La mar y la barca son símbolos eternos, compartidos por todas las culturas del mundo, metáforas que nos hablan de la vida como una singladura. Barcos y mares con los que nos identificamos, forman parte de nuestra cultura y nuestro patrimonio universal.
El mar es también un horizonte donde ir a perder la mirada y encontrarla luego hurgando en nuestro interior. Por eso gustan las marinas, porque nos hacen sentir y soñar.