Hay una exposición de Chillida en la galería Hauser & Wirth que hay que visitar.
Digo visitar porque ver puedes ver las obras expuestas en fotos o en videos; pero te perderías la intensa emoción de contemplarlas en aquel espacio extraordinario y la percepción de su presencia física. Las esculturas de Chillida, las cerámicas, gravitaciones y hasta sus dibujos tienen una calidad en sus texturas, en la percepción de su peso y su materia, que no se puede sentir en una imagen. No es lo mismo.
Hoy hay una tendencia a llamar Artes Visuales a las llamadas Artes Plásticas. Es una propuesta de sustituir el nombre para incluir a la Fotografía, el video y otras expresiones donde lo visual predomina. Pero, en el caso de la escultura especialmente, se renuncia a valorar sus valores plásticos, táctiles, la calidad de la materia y su relación con el espacio físico.
Por desgracia, la galería no permite tocar las esculturas ni las cerámicas. Es una pena, porque Chillida te invita a acariciar, a percibir por el tacto las calidades de cada material. Incluso, un hijo de Chillida recordaba que su padre les pasaba algunas piezas cuando veían la tele para que las sobasen y tomaran la pátina delicada que les aporta bruñirlas con la piel de las manos.
Porque las esculturas también tienen piel y, en el caso de las de Chillida, tienen arrugas y cicatrices, muestra las torsiones por la naturaleza del hierro en la forja, hay huellas de sus manos en la arcilla chamota de sus «lurras» y partículas vegetales en los papeles de sus gravitaciones. Todo eso y más puedes descubrir.
Hay que ir a verlo. Hay que ir a sentirlo. Seguro que encontrarás un momento con poca gente para tener un encuentro personal, íntimo, con esas obras llenas de misterio y de humanidad, llenas de preguntas y de serenidad. Aprovecha ese momento para mirar dentro de ti lo que te hace sentir, a qué recuerdo o emoción te remite.
No sé qué tiene Chillida. A mí toda su obra me emociona mucho. No la entiendo, si por entender entendemos qué quiere decir, pero tiene algo que me cala hondo. Esa radicalidad del blanco, el negro y los matices, esos signos llenos de poder y de sensibilidad, como si fueran tótems, laberintos arcanos de una cultura remota y de una modernidad apabullante.
Conocí a Chillida hace 27 años, en 1997, cuando montamos en «Sa Nostra» su primera exposición en la isla. Sabíamos que tenía una casa llamada Quatre vents en Alcaufar a la que venía a pasar los veranos desde 1989. Pero no fue fácil conseguir montar una exposición en nuestra pequeña Menorca de un artista considerado, con razón, uno de los seis mejores escultores del siglo XX. Pero lo conseguimos con una única condición: él no asistiría a la inauguración ni quería fotos ni entrevistas. Menorca era su refugio y disfrutaba comprando el periódico o tomando un café en Sant Lluís como un veraneante más. Aún así, conseguimos su compromiso de pasar, al día siguiente de la inauguración, a charlar con nosotros.
Fue emotivo, después de saludarnos se paseó por la sala, reconociendo su obra, dando palmadas cariñosas a sus «lurras», como si se encontrara con viejos amigos, contemplando las gravitaciones con las manos a la espalda. Luego, nos sentamos a charlar. Eduardo Chillida era un gran conversador, culto, divertido, cercano… Todavía recuerdo, 27 años después, el chiste que nos contó. Dice así: «Un esqueleto entra en un bar y pide una cerveza y una fregona.» Sutil y «muy Chillida», ya que juega con el efecto del espacio interior, el hueco del esqueleto, y Chillida ha reflexionado mucho en su obra con el espacio vacío y el vaciado. Charlando, le preguntamos por la posibilidad de tener alguna obra en Menorca. Nos comentó que las «lurras» y gravitaciones habían nacido en la isla. También había tenido un contacto con el Consell Insular para realizar una obra en la costa, una torre/escultura para homenajear la contemplación del horizonte y de la luna sobre el mar. Pero no vio nada receptiva a nuestra institución insular, celosa de interferir en la costa y el territorio (un par de años después erigió el «Elogio del horizonte en Gijón», que se ha convertido en un icono de la ciudad. Pero no acabaron aquí sus desencuentros con el Consell. Pidió un permiso para hacer un cobertizo en su finca para trabajar sus cerámicas, que ahora hacía bajo una higuera; y el Consell se lo prohibió: no se podía construir nada en rústico. Y tampoco le permitieron levantar una segunda vivienda en su inmensa parcela (en contra de lo pactado con los vendedores) para dar cabida a su creciente familia de ocho hijos y sus correspondientes parejas y descendientes.
Para él fue un gran disgusto, que se sumó a la negativa también de su gran proyecto en la montaña de Tindaya en Lanzarote. Y, luego, un cruel Alzheimer se lo fue llevando hasta el adiós definitivo en 2002.
El año 1996 yo le había hecho un modesto homenaje, antes de conocerle, con la obra «Las manos de Chillida». En ella se le ve de espaldas, enfundado en su mono de trabajo; está contemplando una obra que se insinúa a la derecha; una obra en proceso o quizás simplemente soñada. Chillida lleva las manos en la espalda, unas manos exageradamente grandes, que tiene entre los dedos un lápiz, una herramienta delicada entre aquellas manos poderosas, que tantas veces él había dibujado en su juventud. Unas manos que crean, que acarician.
Chillida ha vuelto a su isla en una magnífica exposición. Merece mucho la pena acercarse a saludarla, aunque no la améis tanto como yo.