La guerra de los doce días entre Irán e Israel ha finalizado con más incertidumbres que certezas. Por un lado, el presidente estadounidense Donald Trump, que entró en el conflicto en sus últimos días, sostuvo que su aviación había machacado y destruido las centrales nucleares de Teherán. Sin embargo, el Pentágono no se ha mostrado tan entusiasmado con los resultados del bombardeo, que sólo podría haber retrasado unos meses el programa nuclear iraní.
Asimismo, el breve conflicto entre las dos potencias regionales de Oriente Medio ha puesto de manifiesto que Israel ha arrasado las defensas aéreas de los Ayatolás y sus cazas han sobrevolado impunemente los cielos de Irán. También es cierto que Teherán ha burlado la cúpula de hierro de Netanyahu y ha causado grandes destrozos en Israel con sus misiles. Nos hallamos ante una gran inestabilidad, con un alto el fuego frágil y sin una paz permanente. Y el objetivo de los israelíes, acabar con la vida del líder supremo de la Revolución, Alí Jamenei, no se ha conseguido.
Empieza una tenebrosa época en Teherán donde el régimen fundamentalista busca espías y colaboradores del Mossad israelí, como represalia por la muerte de científicos nucleares y mandos militatares. Decenas de personas serán asesinadas con o sin pruebas por colaborar «con el enemigo sionista».