Tras el anuncio del Gobierno holandés de acabar con su presencia en Afganistán, hay que decir que la dureza de la guerra se debe asumir con todas sus consecuencias. No es bueno «tomársela a la ligera». Pero tampoco es bueno abandonar a los amigos y aliados
La última acaba de producirse en Holanda a consecuencia de la guerra de Afganistán.
La ruptura de la coalición tripartita que gobernaba el país de los tulipanes, formada por democristianos, laboristas y calvinistas, traerá como consecuencia la retirada del contingente militar holandés desplegado en la provincia afgana de Uruzgán.
Más de dos mil efectivos, integrados con británicos y canadienses en el Mando Regional Sur de ISAF, dejarán la coalición internacional que lidera la OTAN en momentos en que ésta –precisamente– relanza sus esfuerzos por hacer del conflicto afgano una misión que no sólo alcance el objetivo de dejar un país gobernable por y para los propios afganos, sino poder hacerlo a plazo fijo.
El primer ministro Balkemende, falto de una suficiente mayoría, falto de un claro liderazgo político, con un 76% de su población que desconfía o considera nula la gestión de sus gobernantes, ha disuelto el Parlamento y convocado elecciones. Poco puede esperar la OTAN de la participación holandesa en el esfuerzo común, que hasta ahora había sido comprometido y eficaz, incluidos los considerables costes –21 fallecidos– de sus contingentes militares.
Quiero comprender la desazón de sus soldados. Serán bien comprendidos por las gentes de armas de otras naciones que deberán cubrir el vacío de su marcha. De esto algo sabe el buen general español José Muñoz, que con fuerzas de la Brigada de la Legión materializó el repliegue de Irak en el 2004. Se sentirán aliviados del sacrificio personal y familiar que representa el combatir a miles de kilómetros de su patria. Pero se sentirán mal. Y cuando sepan que un canadiense o un británico ha muerto en las montañas de Uruzgán, algo les dolerá en su alma. Y si un día Afganistán sale de su edad media y se convierte en gobernable, ellos no podrán celebrarlo, porque su país, miembro fundador de la OTAN y de la UE, que alberga extensos cementerios militares de canadienses, ingleses y norteamericanos, cuyos regimientos los liberaron del yugo nazi, no ha sido capaz de aunar esfuerzos políticos y de opinión pública para mantenerse solidario con sus aliados.
No es el primer terremoto político producido por Afganistán.
En el Reino Unido a finales de 2009, un 64 % de sus ciudadanos comparaban el conflicto con el de Vietnam. Pueblo estudioso de su historia, no podía olvidar los fracasos políticos y militares que se produjeron a mitad del siglo XIX, vivo aún el drama norteamericano en el país del Mekong.
Y en Alemania, un ataque desproporcionado realizado en Kunduz y que se intentó ocultar en sus reales y dramáticas consecuencias se llevó por delante al ministro de Defensa y al jefe de Estado Mayor de su Ejército.
Pero Inglaterra y Alemania tienen gobiernos fuertes y opiniones públicas capaces de superar sacrificios y asumir las crisis que un conflicto de esta envergadura puede acarrear.
No es el caso ahora de Holanda, ni es la primera vez que se produce allí una crisis, debida a su participación en un conflicto externo.
Su opinión pública arrastra una especie de mala conciencia desde 1995 a raíz del drama vivido en Srebrenica cuando este enclave bosnio estaba bajo la custodia de 400 cascos azules holandeses. Una Resolución del Consejo de Seguridad –la 819– la había declarado «área segura, libre de ataques y otras acciones hostiles».
En los momentos más dramáticos de la guerra yugoslava, 8.373 bosnios, mujeres y niños incluidos, fueron asesinados por unidades militares y milicias serbobosnias.
En aquel rompecabezas territorial, los acuerdos de Dayton habían dejado trágicamente ubicada Srebrenica, de población bosnio-musulmana, integrada en la subdivisión de Bosnia Hertzegovina llamada República Srpska, que agrupaba al 90% de su población serbia. Es el drama de las escisiones independentistas: nunca coinciden territorios con etnias puras. Alguien decidió la depuración por eliminación, la limpieza étnica. Miles de bosnios buscaron el amparo de la «zona segura» en el propio cuartel general de los holandeses instalado en la fábrica de baterías Potocari, situada cinco kilómetros al norte de la ciudad.
El jefe del contingente, el teniente Coronel Karremans, no pudo o no supo estar a la altura de las circunstancias. No toda la culpa fue suya. Se habían pedido 34.000 cascos azules para la misión de Naciones Unidas y sólo se contaba con 7.500, porque cada soberana nación europea estudiaba «caso por caso» su participación. Las órdenes y contraórdenes fueron constantes. Los apoyos externos, nulos.
Un extenso informe de una comisión holandesa recopiló las trágicas circunstancias que vivió aquel contingente y especialmente su jefe, reiteradamente engañado por los serbios, que llegaron incluso a amenazarle con pasar a cuchillo a 55 de sus soldados que tomaron como rehenes.
Este informe ya arrastró a la dimisión en 2002 del Primer Ministro, Wim Kok. Se acusaba al Gobierno holandés del momento de «haberse tomado a la ligera la decisión de mandar cascos azules a Bosnia».
La frase parece sencilla, pero arrastra un enorme fondo. Aquel Gobierno no quiso creer que la guerra es un fenómeno desgraciadamente real y cruel .Y ante aquellos asesinos serbios, no cabía otra opción que hacer la guerra con todos los medios posibles. No bastaba con confraternizar con sus mandos, apurar incluso unas copas de aguardiente y pedirles «por favor» que se retirasen.
Hoy, quince años después, Holanda rompe en Afganistán una cultura, un sistema de alianzas.
Y lo rompe en un momento de decisiva toma de posiciones respecto al conflicto afgano, donde parece que las experiencias cercanas de Irak son volcadas en la nueva estrategia de la Alianza y sus aliados. A corto plazo se pretende convencer a aquel pueblo de que se lucha por ellos, que se sacrifican intereses y personas por ellos. En cuanto esta percepción cale en sus conciencias, se podrá hablar del comienzo del final. Para ello harán falta dosis importantes de comprensión, de esfuerzos materiales, de ser honestos y parecerlo. Deben evitarse daños innecesarios, pero cuando se produzcan, es mejor la dura verdad, a la incierta ocultación que a la larga produce efectos devastadores como el del caso alemán.
La dureza de la guerra hay que asumirla con todas sus consecuencias. No es bueno «tomársela a la ligera». Pero tampoco es bueno abandonar a los amigos y aliados.
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General y ex jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra