Tranquilos todos. Con el título de este artículo no me estoy refiriendo a la evasión etílica practicada de forma excesiva en determinadas zonas de ocio. No se trata de que corran las birras como arma de "diversión" masiva. No, no invoco a un botellón a las orillas de un sábado por la noche con sabor a naufragio, sino a la imagen de un corcho mecido por el agua de color metálico que ayer pintaba el puerto de Maó. Era el corcho de la caña de un viejo pescador con la mirada perdida en los vaivenes del fino hilo que espera y espera...
Es domingo por la mañana y el bullicio corre por paisajes diversos. En la zona de Bintaufa, el ViveMenorca y el Sporting congregan a su fiel parroquia en apasionados choques deportivos donde se invoca el ardor guerrero. En Alaior, el sector del campo expone sus alegrías y penas justo cuando rompe una primavera empapada de lluvia. En el resto de la Isla palpitan otras y variadas realidades, y en ultramar los focos persiguen a Jaume Matas en un Madrid donde rugen los políticos en sus habituales prédicas dominicales. Pero yo me quedé prendado con la terapia de la caña: sentarse al borde del mar; respirar el salitre que transporta el aire; sumergirse en el silencio y sentir como todo el universo gira en torno a un pequeño anzuelo detenido en el tiempo.