Nunca creí –ni creo– que la tortura de un animal sea espectáculo. Ni cultura. Ni debería ser rasgo distintivo de nación alguna. De igual manera me resulta difícil comprender el tipo de conciencia que anida en los cuerpos de quienes asisten a las corridas de toros. En este sentido recuerdo una foto que, referida a la eterna polémica suscitada en este país, publicó, hace ya meses, un conocido periódico. Nunca había visto (en los ojos de ese toro de portada) mejor personificación de la tristeza. Ojos que, a la vez, inquirían y que parecían dirigirse al lector, como interpelándolo, como exigiéndole un porqué. De ahí la alegría que sentí por la prohibición de la "fiesta taurina" en Cataluña, tras aparcar las posibles motivaciones (algunas de enorme hipocresía) que habían finalmente propiciado el milagro. Fue un sentimiento dulce, muy dulce. Y un sueño largamente acariciado.
Pero a éste se sumó uno de profundamente agrio. Algunas formaciones habían dejado, en esta cuestión, que sus parlamentarios votaran en conciencia. Una excepción que debería ser norma. Esa libertad que, sin embargo, no se les ofreció a la hora de pronunciarse sobre la última y grotesca ley del aborto. Me asqueó nuevamente este país. Un país en la que un ser humano cotiza menos en bolsa que un toro…
El desprestigio de los políticos es evidente. Y merecido. ¿Qué fiabilidad puede tener el diputado al que no permiten votar en conciencia y él se deja? ¿O que sólo puede hacerlo excepcionalmente? ¿Qué confianza –y respeto– pueden producirnos unas personas que anteponen la voz de su formación política a la de sus convicciones éticas? ¿Qué dignidad puede yacer, pues, y por extensión, en un Parlamento poblado por diputados y diputadas sin conciencia o con una conciencia condicionada? ¿Qué se podrá esperar de él? Simplemente: lo que tenemos…