La vinicultura tiene una deuda con los monasterios, abadías y conventos de los frailes y monjes porque aquellos, al necesitar el vino para celebrar la Santa Misa, fueron, quienes desde sus observaciones y su perseverancia, ayudados con el sosiego de aquellos vetustos edificios, empezaron a mejorar aquellos sistemas primitivos de hacer el vino de griegos y romanos, dos pueblos que desaparecieron sin haber gozado nunca de las complacencias de la enología, que no sólo permite la correcta conservación de un vino, si no que además lo ennoblece con los años y con las ajustadas mezclas de uva que necesita.
Los vinos de griegos primero y romanos después, se avinagraban irremisiblemente porque entre otras cosas desconocían los severos procesos de la fermentación y por supuesto del envejecimiento del vino. Además también desconocían los productos estabilizadores utilizados en la vinicultura moderna. Por esa razón tomaban siempre el vino en el mismo año de su elaboración y aún así, ese "vino de cosecha" o "de añada" tenía que ser sometido con frecuencia a manipulaciones que hoy es fuerza que nos parezcan aberrantes. Por ejemplo, se sabe que para camuflar su "toque" avinagrado, se añadía a las tinajas resina de pino, que, desde mi opinión, y después de haber hecho un par de pruebas, creo que me asiste la razón para poder decir que era peor "el remedio que la enfermedad".
Algunas órdenes religiosas tienen también el mérito, y no es mérito pequeño, de haber creado productos espiritosos memorables gracias al "milagro" de la destilación o maceración a la que sometían algunos caldos que llevaban en sus elaboradas mezclas productos puramente silvestres, como el caso del famoso Benedictine que crearon los frailes de la orden benedictina, concretamente en la Abadía de Fécamp, en la Normandía francesa. La fórmula de este destilado de hierbas, es creencia que fue elaborada por primera vez en el año 1510 por Dom Bernardo Vincelli, aunque lo que aquel hombre pretendía mayormente era conseguir un elixir para combatir el cansancio.
En el año 1860, la fórmula pasaría a manos laicas. Se dice que la fórmula sólo la conocen a la vez tres personas. Cada una conoce parte de los componentes que se dejan macerar: hierbas variadas, raíces y algún tipo de corteza. Las letras que aún lleva la etiqueta, DOM, no son otra cosa que las iniciales de la fórmula eclesiástica Deo Optimo Maximo.
Otro licor obtenido por destilación en algunos conventos franceses es el Chartreuse. Más arriba de Grenoble, en el corazón de los Alpes, en la zona de Grande- Chartreuse, hay un monasterio fundado por san Bruno. En ese monasterio concretamente nació el primer Chartreuse.
Por último decirles que, en nuestra opinión, ninguna maceración ni ningún destilado creado por los religiosos, tiene lo que tiene el destilado que aún se hace en la abadía de Piorna (Italia) llamado Gotas Imperiales. El producto se comercializa en botellas de forma cuadricular, con tapón metálico y roscado. Sus señas de identidad vienen impresas en relieve en la propia ampolla o botella. El color de líquido es amarillo oro. Ustedes pensarán que todo eso tampoco es para "tirar cohetes", para que venga yo aquí a contárselo. Efectivamente, lo dicho sobre ese licor hasta ahora es de lo más normal, pero es porque aún no les he contado que ese destilado tiene nada más y nada menos que 95º. La primera vez que lo probé releí la etiqueta porque no me lo podía creer. 95º es lo que viene a tener el alcohol que nos pueden vender en la farmacia para tratar cualquier quiebra de las que nunca faltan para mortificarnos el cuerpo.
Volviendo sobre mis pasos para reencontrarme con los vinos y los logros de los religiosos respecto a ellos, añadiré que fueron los frailes quienes empezaron a conservar el vino en grandes envases de madera, cubas, botas o barriles pues ya se dieron cuenta de lo bien que marida el zumo de la uva con los especiales taninos de la madera. Conocimientos que es fácil comprender que requieren de un buen degustador pero sobre todo de las paciencias monastriles de aquellos agustinos, franciscanos, dominicos, etc., que en sus conventos y abadías al tiempo le pedían tiempo, sabiendo que algunas transformaciones no hay que atropellarlas con las prisas, y transformar un racimo de uvas en un buen vino no es una transformación menor. Más tarde se dieron cuenta que hacían falta envases pequeños para transportar el vino en pequeñas cantidades y encontraron en la ampolla de cristal o botella lo que necesitaban, quizá uno de los hallazgos más importantes como complemento de esas botellas fue el tapón de corcho, pero todo eso se lo contaré otro día.