Hay olores que en la infancia nos entran por la nariz y se quedan para siempre impregnados en el alma.
José Mª Pons Muñoz
Hay recuerdos que se nos quedan grabados para siempre en el disco duro de nuestra memoria. Es algo muy curioso eso de la memoria, porque en definitiva sólo aquello que somos capaces de recordar es lo que forma y conforma nuestro pasado, nuestro pretérito. Aquello que no somos capaces de recordar de ninguna forma viene a ser como si no lo hubiéramos vivido.
Quizá les parezca una tontería pero tengo grabado el olor de las almendras en otoño cuando la piel se les reseca y resquebraja. Si llueve y en otoño suele hacerlo, las almendras mojadas con su piel, extendidas en el porche de la casa predial, exhalan un olor incomparable para mí, porque me devuelven al niño payés que miraba y se admiraba ante las cosa sencillas aprendiendo a relacionarlas como en un calendario hecho de sucesos naturales. Para cuando sucedía eso de las almendras mojadas, aquel niño, que en buena hora nació payés, ya sabía que los rupits (petirrojos) estaban apunto de llegar o ya lo habían hecho y con ellos llegaban también aparejados los primeros fríos y con esos fríos aparecían mágicamente los colirrojos, que en Menorca les llaman coa-rotja. Un pájaro al que le gusta pasar la noche en las cocheras, pajares y establos de las arquitecturas campesinas, también en las barracas de piedra donde tampoco es raro encontrar a las mèrleres (monticola solitarius).
De niño pasé muchos días y noches en Son Marquet. L'amo en Diego y madona Antònia, que en gloria estén, eran mis tíos. Yo solía dormir en una habitación que tenía como un añadido y allí se amontonaban sobre una mesa una carretada de manzanas: rojas, verdosas, amarillas… ¡yo qué sé!, de muchas clases, algunas por cierto eran particularmente ácidas. No guardo memoria de los nombres pero recuerdo con absoluta fidelidad el olor. ¡Qué cosa más agradable!, ¡qué olor más maravilloso!
Mi tío, l'amo en Diego fumaba de petaca tabac de pota, que él mismo cultivaba, secaba y picaba. En las largas veladas de otoño- invierno, cuando venía de los establos de atender las vacas o de otras labores de las que nunca faltan en un lloc menorquí, se lavaba en un barreño y luego se sentaba al calor de aquella cocina de leña que sólo dios sabe cuántos años tenía y liaba un cigarro de pota, gordo a lo que permitía el papel, y a mí me parecían muy gordos, y con un mechero de mecha color calabaza, le arrimaba el chisquero sobre el que había que soplar para que hiciera brasa. El olor del tabaco de pota es inconfundible y para mí les digo que inolvidable, tanto que hace unos años le pedí semilla a un cazador de Ciutadella que fumaba tabac de pota y me dio semilla para sembrar la mitad de la Península ibérica, aunque luego sólo sembré, después de hacer el plantel, 40 matas. ¡Déu meu, lo que eso crece! Le salieron a esas matas unas hojas que no hay borrico que tenga las orejas más grandes. Luego las sequé sobre un tendedero de caña que me fabriqué y piqué las hojas con una picadora eléctrica de picar carne. Aún guardo una caja de zapatos llena de tabac de pota. Alguna vez lleno una petaca y así, en sitios que son como muy de "cogérsela con papel de fumar", nunca mejor dicho, voy ¡y zas!, me lío un buen canuto. Así, como cabizbajo, medio clandestino, para darle teatralidad. Y con esa presencia que tiene "eso" al arder y con ese olor, sobre todo con ese pestazo, me mira el personal como diciendo ¡anda qué…!, ¡ya te vale!, ¡vaya cara que tiene el tío! Mientras yo por lo bajini me río las muelas. El otro día una señora muy señora, se conoce que no pudo más y no pudo callar la boca y me soltó como quien dicta una sentencia: ¿no le da vergüenza?, que parece usted de buena familia… mira tú que fumarse un porro… Pues no señora, que a mí me viene de lejos, fíjese si le digo que de "estos" ya los fumaba mi abuelo.
Volviendo por el camino que traía, me reafirmo en decir que la memoria es una cosa de las más curiosas. Hoy, mayormente, me he detenido en la memoria de los olores. Esos olores que hemos olido de niños y que ya no se nos olvidan jamás.
Dicen quienes lo saben que un ternero y su señora madre, la vaca, se reconocen entre las otras vacas y los otros terneros, por el olor. Será verdad pero no me digan que no es el más curioso de los carnets de identidad.
Los olores amables (no esas tafaradas hediondas que a veces captamos) forman como una cacofonía olfativa que se hace presente de tarde en vez y nos retrotrae a la infancia, recuperando por unos instantes al niño que se quedó por el camino que nos conduce a la edad adulta sin pedirnos permiso.
La memoria es una materia que no es materia y pobre de aquel que no la tiene, porque sin memoria es como si no hubiéramos vivido. Cuántos recuerdos puede contener el simple olor de unas almendras mojadas.