Está claro que si sigo leyendo la prensa no alcanzaré la paz. De nuevo un párrafo impreso me provoca una descarga de adrenalina (substancia de la que procuro huir desde niño con desiguales resultados) originada en esta ocasión por el estupor ( con connotaciones de alarma e irritación) con que mi cerebro acoge la siguiente frase: "Actualmente las obras están paradas a la espera del ascensor que depende del casino". ¡Cielo santo! El ascensor ¡Depende del casino! La cosa resulta inquietante. Es como si me dijeran que la instalación de una depuradora depende del Sporting Mahonés, la mejora de un quirófano en el hospital Mateu Orfila depende de Repsol o el asfaltado del camí de Sa Forana depende de la farmacia de guardia. No me puedo creer que después de quince años de tomadura de pelo, de promesas incumplidas con un descaro descomunal y humillante para los afectados, de falta de sensibilidad y de visión de futuro (¡qué puerto tan distinto sería el nuestro si alguien hubiera tenido la inteligencia y la energía para haber construido hace lustros el ascensor, el aparcamiento y hubiera peatonalizado la zona!), el asunto digo, del ascensor de Moll de Llevant acabe, después de recorrer opacos vericuetos, varado y al albur de una ruleta.
Sé que la nueva alcaldesa acaba de aterrizar, e imagino que este asunto del ascensor no será ni mucho menos el único embolado que encontrará en la herencia. De hecho, cada vez que paso frente a la cárcel (cosa que dada su privilegiada situación sucede a menudo) imagino lo difícil que será navegar en el hervidero político. Lo que si por supuesto tengo claro es que ella no tiene ninguna responsabilidad sobre los marrones que, con origen en el pasado irán apareciendo como surgentes de las aguas subterráneas que recorren el subsuelo, y que no sabemos si serán siempre potables. Todos los vecinos que conozco opinan que la alcaldesa de Mahón es una persona de bien. No quisiera que tomara mi petición como una crítica, sino como una súplica: Intente por favor sacar el ascensor del ámbito del azar y devuélvalo al ámbito de la cosa pública, de donde quizás nunca debió salir dado que afecta a los ciudadanos, que por otra parte estamos deseosos de estrenarlo, y cuanto antes mejor.
Algunos lo sugirieron hace la friolera de cien años, como el señor Montañés que ya entonces abogaba por conectar mecánicamente la ciudad con el puerto. La idea parece tan clara que cuesta trabajo creer que todavía estemos esperando.
Y una vez desactivado el pernicioso efecto de la descarga de adrenalina por el sistema de ejercer el derecho al pataleo, me pongo en modo "batallitas del abuelo" y jugueteo con los recuerdos de hace poco más de treinta años, momento en que llegué por vía marítima y por primera vez al puerto de Mahón (entonces así se llamaba).
La impresión que me produjo tanta belleza no se explica únicamente por mor del entusiasmo que acompaña a veces a la juventud. Las paredes del acantilado de La Mola, nombre tenebroso entonces para mí, pues estaba asociado al penal militar (que por otra parte era la única referencia de Menorca que llegaba o los oídos de los madrileños de la época) eran y siguen siendo lo suficientemente bellos como para emocionar al más pintado. Luego el marés monumental de las construcciones militares, las praderas verdes, la Isla del Rey y finalmente los edificios colgantes de Mahón. Hasta el más insensible bróker de Wall Street hubiera quedado noqueado. !Cuánto más un desorientado becario de hippie, recién salido del asfalto!
Con el pasar de las semanas, y al entrar en contacto con el territorio y la sociedad menorquina comprendí que volver a Madrid a seguir el camino que en principio estaba trazado para mí, podría resultar un error garrafal. Un país en que la gente dejaba el dinero del butano debajo de la bombona, que sonreía por la calle, que te sugería que no pasases pena, que te paraba cuando hacías autostop, que pasaba los domingos en casetas de una sencillez primorosa en la playa comiendo paella y cantando hasta el atardecer, que celebraba un concurso de pesca que acababa en el muelle con las mujeres limpiando el pescado (y bromeando con algarabía, disfrutando de la vida) y los hombres a mandil puesto friendo el pescado y exagerando las peripecias de las capturas. De un país así, lleno de alegría y glamour (citando de nuevo la percepción de Carlos Medina) , una vez que la fortuna te ha conducido hacia él, conviene hacerte hijo adoptivo.
Y dónde estaba el glamour, se preguntarán los que identifiquen glamour con el famoseo bochornoso de Marbella. Pues en la elegante sencillez de la gente local, en los famosos que a Menorca venían a pasar desapercibidos en vez de a ser fotografiados, en el agua pulverizada que Susi esparcía con gracia, a falta de aire acondicionado entre los clientes de Es Fosquet, en la informalidad de la vida cotidiana, en el amateurismo de los que montamos bares, tiendas y restaurantes, en la alegría que reinaba en el ambiente, como si todos celebráramos de continuo el haber escapado al prometedor futuro de Madrid o Barcelona y encontrarnos aquí, una especie de paraíso heterodoxo donde los pocos turistas que había, habían elegido Menorca con clara conciencia, sabedores de lo que aquí había y apreciándolo profundamente. Alegría y glamour.
No me gustaría que la nostalgia se me tornara en melancolía, cosa que probablemente llegará a suceder si continuo por esta línea, de manera que acabaré con una reflexión:
O bien este absceso de tintes algo ñoños se debe al espejismo infinitamente comentado del "cualquier tiempo pasado fue mejor" y así se recuerda sólo por pertenecer al periodo juvenil, o bien los humanos somos unos cretinos que no sabemos conservar las mejores joyas que tan raramente estamos en disposición de disfrutar.