Llegó a los lindes de la ciudad cansada. Junto a las latas –y algún juguete roto- , quebrados, yacían los vítores ya imposibles de la fiesta en sus estertores. Una niña metida a mujer prematura deambulaba sin rumbo, con un zapato roto en las manos tiernas y delatoras de su juventud maquillada. Sacó su vieja cámara y sajó ese pedazo de su vida… Un feriante iniciaba el desguace, mientras otro se quejaba de la jodida crisis. Se sentó en un chiringuito. Pidió un perrito caliente y una cerveza. Una empleada se lo sirvió con la abulia de los quemados. En lo tardío de las noches, las ferias mudaban de clientela. Los niños cedían su turno a los perdedores; los padres a los desheredados; los triunfadores a los supervivientes… En la otra orilla del bar interino y nómada, primitivo y poético, divisó el cuerpo de ella. Discretamente captó su imagen… E hizo lo que hacía siempre: deducir lo que esa imagen le vomitaba subliminalmente: había llorado; mediana edad; bella, pero ajada a destiempo; con una tristeza sobrevenida llevada con dignidad; sola –probablemente-; vestida pobremente pero con gusto; rota; aferrada a un taburete y a un vaso de plástico como quien se aferra a un salvavidas; aterrorizada; paralizada por la necesidad, imperiosa, de no regresar a casa… Aún no… La noche –se dijo- tenía esas cosas…
A su lado un anciano dormía sobre la barra. Y la dependienta arrastraba su vida entre chorizos, churros, aceites y grasas, sin pena. A fin de cuentas la costumbre acaba incluso con eso. Siguió fotografiando la escena despoblada: el paisaje que, sin duda, ofrecería el fin del mundo. Olía a aceite y a final de trayecto; a inexistencia de continuidad; a infinito infierno. Fotografió las bombillas del chiringuito, los caballitos paralíticos; las tómbolas desasistidas; la humedad en las servilletas esparcidas; las colillas liberadas… Captó al anciano que dormía sobre la barra; a la dependienta que arrastraba su vida; a la niña del zapato roto y a ella, que continuaba asida a su vaso de plástico…
En su apartamento analizó su trabajo. Jugueteó profesionalmente con los pedazos de vida atrapados. Pensó en qué habría detrás de cada instantánea; por qué se habría roto aquel zapato de aquella niña metida a mujer prematura; por qué en los lindes, la ciudad era siempre otra, terminal, amarga; por qué se asía aquella mujer a su vaso; por qué la resignación de la camarera que arrastraba su enorme trasero por entre pinchitos y salsas de tomates; por qué llega un momento en que todo decide torcerse…
Espero unas horas y regresó a esa feria terminal. Las bombillas continuaban encendidas, ya inútiles, compitiendo por decoro con esas otras de amanecida. Pero la niña ya no vagaba con su zapato roto. Ni el hombre dormía sobre la barra. Ni la mujer seguía asida a su particular salvavidas. Ni la dependienta arrastraba su vida…Tampoco estaban las respuestas…
Al cabo de un año inauguró una exposición fotográfica centrada en aquella ciudad en fiestas. Aplaudida por la crítica (se hizo especial hincapié en su visión distinta y ácida de unas jornadas lúdicas), la observó, abstraído. Ahí estaba, nuevamente, en los lindes de la ciudad cansada, preguntándose por las mismas cosas… Y por qué él se había contentado, sólo, con captar sus imágenes…