En diversas ocasiones he recordado que el crecimiento económico requiere conjuntamente estabilidad monetaria e inversiones de innovación tecnológica. No se puede dar lo uno sin lo otro, conforme nos enseña la experiencia histórica y el análisis de teoría económica, no obstante, conforme tiempos de agenda política, se concede prioridad temporal al alcance de la estabilidad monetaria, sobre todo en un contexto liberal como el que hemos tenido de escenario, donde se pretende y se encomienda la actividad económica especialmente a la iniciativa privada.
En Europa, el BCE solo se ocupa básicamente de la estabilidad monetaria del euro, conforme lo que es su cometido institucional, lo cual no es suficiente para impulsar la recuperación y no atiende a las políticas de inversión productiva en el conjunto de la UE, lo cual queda al socaire de la iniciativa privada y, en su caso, al de los gobiernos respectivos de los países miembros. Este no es el caso de Estados Unidos.
Hoy en día, Barack Obama, asesorado por el profesor Ben Bernanke, quien conoce sin fisuras los mecanismos monetarios y las medidas que arrancando del New Deal de Roosovelt sacaron a Norteamérica de la depresión de los años 1930 y de postguerra, promueve con criterio un programa de gastos públicos y de bajos tipos de interés para generar la recuperación económica en EEUU y por ende de la economía mundial; con esa política del presidente norteamericano confío se motive al BCE para que rompa su sueño, ya quimera, liberal e impulse una política de gasto en inversiones públicas.
De llevarse a cabo aquella, una virtualidad de este nuevo enfoque que planea sobre los responsables de la política económica de la UE, sería que urgiese de modo efectivo al BCE a consolidar una auténtica integración monetaria entre los países del euro, que sigue siendo imprescindible, recurriendo por ejemplo al establecimiento de los eurobonos y se acabase con los diferenciales en las primas de riesgo de los países miembros de la unión monetaria.
El incremento del gasto en inversiones públicas en la UE para empujar la recuperación económica y poner fin así a una política económica poco eficaz supondría aumentar, con equilibrio, el crédito y la oferta monetaria en general, lo cual conlleva que el BCE baje el tipo de interés y, a su vez, los estados miembros aumenten sus recursos fiscales, que pasa por una reforma tributaria lo más unitaria posible en el conjunto de la UE.
Con todo, la reforma fiscal debe compaginar eficacia y equidad, donde la adaptación a cada territorio tiene que estar también presente. Por su parte los gastos tienen que seleccionarse a tenor de las expectativas de alta productividad en los recursos invertidos. Asimismo hay que contar con los efectos crowding out del gasto público como impulsor indirecto de las inversiones privadas. Además, entramos en una etapa de liberalismo económico crepuscular, donde el uso de los recursos disponibles exige, sin paliativos, una regulación más certera y firme.
No olvidemos que el mayor crecimiento económico de Europa, de todos los tiempos, tuvo lugar entre 1950 y 1970, la llamada golden age, mediante políticas económicas esencialmente intervencionistas a través del gasto público, impulsor del crecimiento económico, que entonces fue espectacular. Nos encontramos de nuevo ante el ocaso del liberalismo económico en un contexto análogo, salvando lo que haya que salvar, al que informó el proceso histórico de los dos decenios que siguieron al plan Marshall, a la recuperación postbélica y a la construcción de las comunidades europeas.