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La Inmaculada en medio del desierto

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Es maravillosa la multitud de obras de arte con que se ha representado a lo largo de muchos siglos el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, o sea, la inmunidad de toda mancha de pecado desde el comienzo de su existencia en el seno de su madre. "No hay en ti, oh Jesús, mancha alguna, ni la hay tampoco en tu Madre", exclamaba San Efrén en el siglo IV (Carmina Nisibena 27, 8). Los pintores, escultores y orfebres proclamaron esta misma afirmación en sus labores artísticas, que han inundado de belleza los lugares de todo el mundo a donde ha llegado la proclamación del Evangelio.
Muchas de estas representaciones de María Inmaculada se han basado en escenas evangélicas, especialmente la de la Anunciación, donde la Virgen es saludada por el ángel como "la llena de gracia"; otras ofrecen la figura de María rodeada de símbolos bíblicos expresivos de su pureza y esplendor. También se impuso la consideración del sugestivo capítulo 12 del Apocalipsis en el que se dice: Fue vista en el cielo una señal grande: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pie, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza (Ap 12, 1). Esta mujer, de la que en el mismo capítulo se dice que ha dado a luz al Mesías, no puede representar propiamente a la Iglesia, de la cual no ha nacido Cristo, sino que ha sido instituida por Él. En todo caso podría representar a la Sinagoga o pueblo de Israel, del que proviene el Salvador; pero es muy probable que el autor de ese último libro del Nuevo Testamento, pensara en María al redactar ese pasaje, como lo apunta en sus notas la prestigiosa Biblia de Jerusalén.

En este pasaje no se habla de la natividad de Jesús en Belén, sino de otro "nacimiento", o sea, el misterio de su muerte y resurrección. San Pablo, en efecto, refiriéndose a la resurrección de Jesús aplica a este hecho las palabras del salmo segundo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. (Hech 13. 32-33). Los dolores del parto que se menciona son los que provienen de los ataques de Satanás contra Cristo y contra la Iglesia, de la cual María es madre en el orden de la gracia.

Inmediatamente después de la definición dogmática del Misterio de la Inmaculada Concepción realizada por el beato Pío IX en 1854, el emperador de Austria Francisco José I quiso ofrecer al Papa un valioso recuerdo de tal acontecimiento, y consistió en un misal de las principales festividades del año, manuscrito con letra gótica y primorosamente adornado con franjas, letras capitales y preciosas imágenes en miniatura. Se guarda actualmente en la Biblioteca Apostólica Vaticana.

La ilustración, que acompaña el formulario de la fiesta de San Juan apóstol y evangelista, es una artística composición que representa el misterio de la Inmaculada bajo el excelso simbolismo que corresponde a la mujer del capítulo 12 del Apocalipsis. Se trata de un primoroso trabajo realizado por el artista Leopold Schulz, situado en el folio 13v. del expresado códice que lleva por título Missale pro solemnioribus anni festis ex Missale Romano depromptae 1855-1868.

La túnica de la Virgen es de color rosa y su manto azulado. Ella tiene las manos juntas a la altura del pecho. Su corona real es en forma de diadema. Entre las vestiduras brilla una difusa luz solar, y lleva las alas de águila, mencionadas en el Apocalipsis, completamente doradas. Bajó sus pies aparece la media luna. Las doce estrellas, sin embargo, en vez de rodear el halo de la corona se sitúan sobre un fondo azul celeste por debajo de la representación de la fase lunar.

En la parte inferior, a la derecha figura san Juan Evangelista en actitud de escribir, pero con la mirada fija en la visión que está contemplando. A la izquierda se ve al arcángel san Miguel venciendo al dragón que está vomitando agua para formar un río que arrastrase a la mujer, pero la tierra se ha abierto y se traga el agua vomitada (Ap 12, 15-16).

En lo alto los ángeles llevan al niño recién nacido hacia el Padre celestial situado con los brazos abiertos bajo un arco iris. El niño representa a Cristo subiendo al cielo, después del simbólico nacimiento que es su resurrección de entre los muertos.

La Virgen, gracias a las alas de águila, se refugia en el desierto, tierra de peregrinación para el Pueblo de Dios. Es todo ello un hermoso símbolo de la presencia maternal de María junto al resto de la descendencia del Salvador. Se trata de la consoladora convicción de la maternidad espiritual de María sobre todos los llamados a formar parte de la Ciudad de Dios. Benedicto XVI se refiera ello cuando invoca a la Virgen, diciéndole: "Tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo.

Indícanos el camino hacia su reino" (Spe salvi, 49).

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