Era de sobra conocida la afición del rey por las cacerías, un hobby sangriento y desagradable que ya le valió duras críticas hace unos años cuando abatió varios osos y un lobo en Rumanía, aunque la Casa Real emitiera entonces un desmentido sin dar más detalles. Esta vez ha sido un elefante, otra especie protegida, el triste protagonista de esta larga historia del gusto de los poderosos por aniquilar animales, cuanto más preciados sean mejor. Habría para un largo análisis sobre esa tendencia cruel, que no persigue la propia supervivencia sino solo el gusto por matar, pero es que la noticia además ha llegado en muy mal momento.
En plena crisis económica, con un yerno paseando por los juzgados de Palma por presunta corrupción y otro que le deja jugar a su hijo de 13 años con una escopeta -cosas de niños-, la fotografía del rey, en plan colonial, delante del elefante muerto ha encendido a la opinión pública. La monarquía española está viviendo su particular 'annus horribilis', comparable a la deriva de los Windsor en los años 90. Además de haber generado el debate político, sobre la propia institución y su papel, cuestionable para una mayoría que crece, si su majestad se asomara a esa ágora global que son las redes sociales, donde el pueblo que se supone representa se expresa democráticamente, sin censuras ni cortapisas, vería el descrédito internacional en el que ha caído.