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Dietario

Low cost, conciertos, ¡Libros!

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16-V-12
Bautismo de aire con una compañía de bajo coste (low cost en lenguaje guai, mundializado). Apresurada y quilométrica cola por la que deambula un joven con pelo controladamente alborotado y engominado (la arruga es bella) que se ocupa de escrutar bultos susceptibles de recargo… Hay que acudir desayunados a estos vuelos, no dan tregua.

En el avión, siéntate como puedas y observa: azafatas notablemente menos agraciadas de lo habitual (toque machista insoslayable), azafatos con desorden capilar nada espontáneo, amabilidad precaria y más impostada de lo habitual ("viajáis barato, chicos, no esperéis gran cosa", parecen decir). Horario de despegue más o menos puntual. Empieza el show: ofertas de periódicos con un ligero recargo sobre su precio en quioscos ("den el importe justo, por favor"), jueguecito de rasca y gana por dos euritos, tienda a bordo ("precios imbatibles, oigan"), tarjetas para móviles por cuatro chavos, radio taxi asegurado por unas monedas.

Ante la imposibilidad metafísica de leer, cierro la novela ("Todo eso para qué" de Lionel Shriver, una escritora que me deslumbró con "La vida después del cumpleaños"), observo el auto sacramental que tiene lugar ante mis ojos, y los azares neuronales, ese flash de la memoria que se cruza inopinadamente con la realidad, me llevan a una situación parecida (es un decir), en otra época, lejana pero que ahora se me presenta nítida en el aeropuerto de Budapest, últimos años setenta, con el régimen comunista en sus estertores pero de cuerpo presente. La espita que ha abierto la compuerta de los recuerdos ha sido un color, el amarillento de los asientos del avión. No sé si la memoria me engaña como de costumbre (embellecemos, pulimos, tergiversamos los recuerdos), pero en aquel tétrico aeropuerto de paredes desconchadas y color indescriptible, quizás ese marrón amarillento que me ha trasportado en el laberinto de la memoria, con sus pasillos festoneados de militares amenazantes y funcionarios escrutadores, viví la apoteosis del régimen delirantemente igualitario, palpablemente fraudulento y liberticida.

Ahora, en el avión de bajo coste vivo una orgía del régimen ganador en la contienda cósmica ("el fin de la historia", según Fukuyama), el capitalismo descarnado, cutre, obsceno, donde todo tiene su precio. Una periodista en vuelo nos augura un sobrecoste para los más altos, más gordos, menos standard. O quizás billetes sin derecho a asiento, agarrados de un lazo de cuero, como en el inefable coche Melis que nos subía del puerto...
Uno elige Cáceres por su legendario casco antiguo suspendido en el tiempo y en el espacio, una especie de realidad virtual para evadirse de la cruda y agobiante actualidad de las primas de riesgo y cuñadas de déficit, un oasis de paz seráfica, silencio monacal y, a punto del nirvana, cuando cruza el último recodo que da acceso a la mítica Plaza Mayor y se encuentra con una enorme covacha de lona y hierro casi le provoca un desprendimiento de neuronas prematuramente eufóricas. De pronto, retumba estruendosamente un rap…

-Aggg, ¿qué c. es esto?
-Ensayos, señor (cuando la barba blanquea te llaman inevitablemente así).
-¿Un… concierto? (uso la palabra con reticentes pinzas: para mí un concierto siempre será un concierto instrumental de música de verdad)
-¡Es el WOMAD, señor!
-¿El qué?
-Dos días, mañana y pasado, música étnica, señor, sin pausa, vienen chicos de todo el mundo.
-¿Y hoy?, ¿qué ocurre hoy?, pregunto con creciente desesperación ante la magnitud de la catástrofe acústico-etílica que se cierne sobre los incautos viajeros.
- Sólo un poco de ensayo, señor…

Al cabo de media hora tormentosa, se hace el silencio y la plaza recupera su magia. Nos sentamos y pedimos unas tostas con torta del casar, el mejor queso del mundo, o por lo menos el único que prefiero al menorquín semicurado. Y allí en la beatitud de aquella plaza, sentados de espalda a la horrenda cueva de los estruendos pienso en uno de los misterios de nuestra era: ¿Por qué tantos jóvenes confunden música y esparcimiento con estrépito y botellón? Cosas de viejo.

17-V-12
Sentado en la imponente plaza de Trujillo, ante la no menos intimidante estatua ecuestre de Pizarro, el conquistador de Perú, recibo un e-mail de José Antonio Fortuny (bueno me lo hace saber mi cibernética esposa, siempre con la tableta presta) en el que me comunica la inminente llegada a las librerías de su novela "Alehop" que tuvo la gentileza de dejarme leer en rigurosa primicia hace un par de meses.

Observo al Conquistador en su pedestal y pienso en ese otro conquistador, mi amigo JA, capaz de evadirse de la cárcel de su cuerpo con las lianas de la literatura y el humor, y trato de rememorar la peripecia, desopilante y amarga a partes iguales, de los principales personajes de su novela, una pareja de ancianos que piden ayuda a una sociedad despiadada que mira hacia otro lado. Es lo que hay, José Antonio.

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