El próximo tricentenario del nacimiento de Juan Jacobo Rousseau, que se celebra a finales de este mes, me ha llevado a recordar un aspecto poco conocido de su relación con Menorca que leí por primera vez en la excelente biografía de Leo Damrosch. Esto es lo que ocurrió.
En el otoño de 1768 Rousseau se encontraba en Bourgoin, una pequeña ciudad de la región del Ródano. Se alojaba en una pensión porque pensaba pasar allí poco tiempo y utilizaba un nombre falso. Tenía 56 años.
Bourgoin era la última etapa de una larga huida, llevaba muchos años cambiando continuamente de residencia, en Suiza, en Francia, en Inglaterra. Se sentía perseguido, acosado. Estaba convencido de que sus enemigos querían destruirlo. Y para huir de ellos pensó refugiarse en Menorca.
Las tribulaciones de Rousseau habían empezado seis años antes, en 1762, cuando publicó dos obras que dieron un giro radical al pensamiento de su época: "Emilio", el gran tratado sobre la educación, y "Contrato social", la obra maestra de su filosofía política.
Hay que detenerse un momento para captar la originalidad y el peligro que estas obras encerraban porque sus propuestas nos parecen hoy de sentido común y las aceptamos prácticamente sin reflexión. En "Contrato social" defendía que el soberano no es el rey sino el pueblo y que los gobiernos, lejos de someterse a las arbitrarias órdenes de un monarca, tienen como función poner en práctica las decisiones de la voluntad popular. En "Emilio", por citar un solo aspecto, proponía como ideal de la educación que los niños vean con sus propios ojos, sientan con su propio corazón y actúen guiados por su propia razón y no por una autoridad externa que les dicte lo que tienen que hacer.
Eran ideas alarmantes, amenazadoras, como se pudo comprobar apenas unos años más tarde. En plena Revolución francesa, en el entierro de Rousseau en el Panteón, el templo laico de los grandes hombres, en París, se llevó en procesión un ejemplar del "Contrato social" como si se tratara de un emblema religioso o un objeto de culto. Y lo era. Robespierrre, el símbolo por excelencia de la Revolución, admiraba profundamente a Rousseau y estaba decidido a poner en práctica sus ideas más radicales.
Pero no fueron las propuestas políticas o educativas las que desencadenaron la persecución de Rousseau sino sus ideas sobre la religión.
Tampoco es fácil hoy, ni siquiera en un país como el nuestro, comprender hasta qué punto el sistema político encontraba apoyo y legitimación en el orden religioso. Un ataque a la religión suponía una amenaza al poder real. Y tanto "Emilio" como el "Contrato social" eran una carga de profundidad contra el orden establecido. En "Emilio" Rousseau rechazaba la autoridad de la Iglesia y reclamaba el derecho a decidir por uno mismo lo que hay que creer; en el "Contrato social" afirmaba que para lograr un estado fuerte la religión cristiana es más nociva que útil y proponía reemplazarla por una religión civil.
Era demasiado serio y la respuesta de las autoridades civiles y religiosas fue fulminante. El 9 de julio de 1762, apenas publicados los dos libros, el Parlement de París los condenó y ordenó la detención inmediata de su autor. Ante la amenaza del ingreso en prisión, los duques de Luxemburgo, protectores de Rousseau, le llamaron urgentemente y le convencieron de que huyera sin perder un momento. A lo largo de la noche revisaron y destruyeron los papeles comprometedores y al día siguiente, solo, en un cabriolé de los duques, Rousseau huyó a Suiza.
Apenas diez días después comenzó una oleada de condenas de los libros: primero en Ginebra, su ciudad natal, y después en Berna, en Amsterdam, en París, en Roma. Se quemaban ejemplares de sus obras en la plaza pública.
La persecución no había hecho más que empezar. A partir de entonces Rousseau sufriría un hostigamiento continuo. Primero tuvo que huir porque su nueva residencia fue apedreada después de una dura campaña de las autoridades eclesiásticas; después se instaló en una pequeña isla, en un lago, de la que también se vio obligado a marcharse; finalmente se exilió en Inglaterra gracias a la ayuda de su amigo el filósofo David Hume. Mientras tanto, con cada nueva publicación crecía su fama de autor peligroso.
Pero Rousseau no tenía solo enemigos reales sino que empezó a crearse enemigos imaginarios. Aprensivo, paranoico, se convenció de que estaba rodeado de gentes que le traicionaban y que incluso sus amigos querían destruirlo. Se enfrentó a todos, se enemistó con todos, de forma memorable con David Hume. Se creía víctima de una conspiración universal. Estaba atrapado en lo que su mejor biógrafo ha llamado "un laberinto creado por él mismo".
Decidido a escapar de la imaginaria conjura abandonó Inglaterra y regresó a Francia con un nombre falso. Se escondía, cambiaba continuamente de ciudad: primero Lyon, después Grenoble, al final Bourgoin. Y fue entonces cuando pensó en huir a Italia o, mejor aún, más lejos, al otro lado del mar, a Chipre o a Menorca.
¿Por qué pensó en Menorca? En aquellos años la Isla estaba bajo dominio británico. ¿Creyó tal vez que así se protegía mejor de la orden de arresto que seguía vigente en Francia? ¿O buscaba, simplemente, un lugar remoto? Eso es lo que opina Leo Damrosch. Y añade que fue quizá precisamente la excesiva lejanía lo que al final le disuadió de refugiarse en Menorca.
Hoy solo podemos conjeturar lo que podría haber sucedido. Tal vez el gran revolucionario habría encontrado la paz y continuado el proyecto de una gran obra política de la que el "Contrato social" era solo una parte.
Nunca lo sabremos. Rousseau abandonó Bourgoin y regresó a París con su nombre real dispuesto a enfrentarse a sus enemigos. Pero ya no volvió a escribir nada nuevo sobre política o religión. Dedicó los últimos años de su vida a defender lo que había expuesto en "Emilio" y el "Contrato social". Y, sobre todo, a contar y justificar su atormentada vida en dos nuevas obras maestras, las "Confesiones" y "Meditaciones de un paseante solitario".