Desde hace ya unos años, bastantes, se ha producido en España un cambio esencial con la presentación de objetos en algunos museos. Recuerdo, por ejemplo, aquel venerable Museo de Ciencias Naturales de Madrid, en el que te podías perder entre rocas, bichos, plantas, esqueletos de dinosaurios y sobre todo lo que más me interesaba como entomólogo aficionado: los insectos, miles de ellos de todos los tamaños y especies: mariposas de vivos colores, escarabajos fascinantes que más parecían cigalas de gran tamaño y un largo etcétera. Sí, ya sé, había mucho polvo y las etiquetas llevaban escritas hacía siglos, con aquel delicioso color sepia que la tinta negra -como las fotos antiguas- adquiere con el tiempo.
De repente todo cambió. Fue con el advenimiento de esta llamada democracia, que serlo, serlo, ya no lo es. De repente a los cuidadores de los museos les entró lo que yo llamo "el síndrome de la pancarta", probablemente por intervenir algún político del Ministerio de (in)Cultura en la gestión del establecimiento y que iba de "modenno". Total: que desaparecieron los especímenes, salvo alguno aislado y todas las salas se llenaron de grandes carteles con fotografías y textos que no leía casi nadie, porque leer en un museo marea, lo mismo que si uno trata de verse todo el Prado en una jornada maratoniana de mañana entera.
¿Qué quieren que les diga?, lo mejor para saber qué es un queso no hay nada como verlo y, si te dejan, comértelo después. Queso, sí, por más que los franceses le llamen "fromage".
De repente, el Museo de Ciencias se convirtió, poco menos que en un mitin de izquierdas, con enormes paneles y un par de bichos aquí y allá. Porque, no nos engañemos (señores), la pancarta es fundamentalmente de izquierdas, los de derechas son más bien de banderolas, como esa monárquica que corona el trenecito de marras. ¡Ah! eso sí: el enorme elefante africano disecado que perteneció a Carlos III, seguía en su sitio, ahora limpio de polvo. Por lo visto al rey Carlos, entre otros, le gustaban los paquidermos y a Alfonso XIII los dinosaurios, como la réplica de diplodocus que le regaló el millonario norteamericano Andrew Carnegie.
Hace años que no paso por allí ¿seguirán las pancartas? O habrá vuelto la cordura. De todas maneras no sé… el mundo camina hacia lo virtual, las cosas reales ya no interesan, estamos en la cultura de la pantallita. La galaxia Gutenberg ha muerto, ¡viva la galaxia Mac Luhan!
¡Ponga una pancarta en su vida!, parecen decir los dirigentes culturales de ahora. Menorca tampoco se libra de esa plaga. Hace poco he podido ver una exposición con mucho panel y unas cuantas piedrecillas. Por lo menos las taulas que pretenden iluminar son de verdad de la buena.
Del síndrome de la pancarta no me libré ni yo, tampoco, a juzgar por la foto que reproduzco en este artículo en la que aparezco a los 10 años –ya apuntando maneras– con un pito en la boca y pancarta al canto, el día de Santo Tomás de Aquino del año 1955, circulando por Sa Raval a la altura de es Carrer des Negres. Dicho sea de paso, el otro portador del "estandarte" cuya cara tapa la estaca, era mi malogrado y buen amigo Juan Díaz Ponsetí. Para que luego digan que en tiempos de Franco no había manifestaciones.
Una pregunta para el posible lector de este escrito que fuera alumno del Instituto viejo. Yo era de la ECA ¿y tú?
Nota: La foto pertenece al libro "El Instituto de Mahón" del padre Vicente Macián
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